Un poco de romanticismo
El anuncio del compromiso matrimonial de la infanta Elena es, sobre todo, una noticia simpática. La crispación del ambiente político, social y económico, la búsqueda de culpables para todo cuanto de malo ocurre en España tienen tal entidad en los últimos tiempos que asomarse a un pequeño cuento de hadas constituye un verdadero consuelo y una legítima válvula de escape para tanta acidez. Todos tenemos derecho a nuestro rincón de fantasía. La familia real nos lo acaba de proporcionar.La institución de la Corona tiene muchos elementos que retrotraen las imágenes de su pompa y sus celebraciones a otros tiempos aparentemente mejores, más sencillos, más de oropel, en los que la dura realidad quedaba enmascarada por unos festejos algo teatrales pero siempre provocadores de la ensoñación de quienes los contemplaban. De pronto, el noviazgo de la hija mayor de los Reyes nos suministra una oportunidad así sin mayores complicaciones ¿Y por qué no?
No hemos tenido los españoles una juerga institucional, sin complicaciones y de calibre verdadero en los casi veinte años de democracia. Hemos tenido, eso sí, angustias, entusiasmos, sobresaltos, triunfos, que probablemente han contribuido a curtirnos como pueblo soberano. Pero rara vez un espectáculo cuasi cinematográfico con el que sea legítimo que, republicanos o monárquicos, disfrutemos si tal es nuestro talante.
La próxima boda. de la infanta Elena no tiene especial significado dinástico ni político. No necesita el Príncipe de Asturias que su hermana mayor se case antes o después que él para salvaguardar sus propios derechos y los de sus herederos a la Corona. No suscita el matrimonio especiales terremotos familiares. No se alterarán el curso de la historia política española ni la fecha de las próximas elecciones generales. Se trata simplemente de la boda de una princesa simpática y discreta, que las ancianas del lugar (y tal vez los padres de la novia) esperaban ya con alguna impaciencia.
La familia real española, a diferencia de la británica, tiene la virtud de la sencillez, un rasgo colectivo que la ha mantenido, mucho más cerca de sus gentes que otras familias reales han estado de las suyas. Desde 1975, además de verles prestar algún servicio señalado al pueblo, nos; hemos acostumbrado a que sus miembros no sean de cartón piedra o simples efigies de sellos de correos que ni padecen ni se emocionan: los hemos visto alegrarse y sufrir, madurar, estallar de emoción o poner cara de circunstancias sin que nos pareciera que estaban representando una función o que se encontraban sobre un escenario fingido.
Por eso, cuando el cortejo matrimonial se encamine carrera de San Jerónimo arriba -si es que discurre por tan tradicional avenida- y todos los uniformes rebrillen al sol sin que los viejos del lugar consigan recordar la última ocasión en que hubo semejante espectáculo, sabremos con certeza que las sonrisas de los recién casados son verdaderas y que no esconden artificio alguno. Ni falta que les hará.
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