Blanco
El afortunado inmigrante africano que, según todos los indicios, se ha hecho con el mastodóntico y millonario premio de la primitiva está comprobando en estos momentos, en sus morenas y prietas carnes, el sutil espacio que separa a un negro de mierda de un bendito blanco. La pasta.Vía fortuna o azar, el hombre ha alcanzado el status del que los japoneses, por ricos, disfrutaban en la Suráfrica pre-Mandela: ser blancos honorarios (los chinos comunistas eran, además de rojos, perros amarillos; cosas del dinero). Me puedo perfectamente imaginar a, ese señor, Keba o como se llame, descubriendo de sopetón la amabilidad y la sencillez de sus Vecinos del Maresme, incluidos los numerosos alemanes -arios de generaciones y, sobre todo, de vocación- que poseen intereses en la zona. Como Eliza Doolittle en My fair lady, el dueño del boleto premiado Sufre una transformación total; sólo que en el caso de la alumna del profesor Higgins, el cambio fue más lento.
Porque lo que en el caballero africano ha mudado no ha sido el acento ni han sido los modales. Tampoco le han cambiado el color de la piel ni el grosor de la nariz al modo de Michael Jackson -cheque a cheque al cirujano estético-, ni ha perdido el ritmo sabrosón ni se ha metido en una faja el saleroso trasero.
Lo que ha convertido al negro en blanco ha sido el cambio que se ha producido en nuestros ojos. Nuestros ojos, eternarnente condicionados por el color del dinero, entregados al daltonismo de la mirada, que sólo reconoce el verde de los dólares.
Ahora que dejarás de plantar lechugas y vivir en barracones por cuenta de un payés codicioso, descubrirás la obsecuencia del banquero y la envidia del vecino: quién fuera millonario, se dicen muchos, Aunque sea negro.
Bienvenido al mundo de los blancos.
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