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Un museo que espera su turno

La precariedad de medios con que el Museo del Prado se esfuerza en hacer frente a sus responsabilidades está empezando a durar demasiado tiempo. Otras prioridades, sin duda justificadas, han desplazado de la primera línea de acción cultural del Estado la profunda reorganización de espacios y servicios que reclama nuestro primer museo nacional. Pero este apartamiento ocasional está privando al Prado de las asistencias públicas imprescindibles para ponerse a la altura de museología internacional de nuestro tiempo.La mayor originalidad del Museo del Prado, lo que hace de él una institución señera en nuestra cultura, es que sus colecciones se han ido formando por los reyes de España en las épocas en que España era una gran potencia europea. Durante tres siglos, los reyes españoles, desde Carlos I hasta Carlos IV, rodeados como estaban de grandes cortesanos y administradores, fueron adquiriendo para sí cuadros, esculturas y objetos artísticos de excepcional belleza, hasta formar el núcleo fundamental de los fondos que hoy alberga el museo, tras la nacionalización que decretó la revolución de 1868. Por eso el Prado no es un museo de corte racionalista, que obedezca a un diseño pedagógico previo, al modo que propuso la Ilustración, sino una suma de diversas colecciones regias que reflejan no sólo los refinados gustos de los monarcas y sus consejeros (Velázquez, por ejemplo, fue uno de ellos), sino también las vicisitudes y altibajos de la historia de España que ellos modelaron en muy primer lugar. Los modos de vivir de los españoles, sus costumbres y aficiones, sus jerarquías políticas y sociales, sus hechos de armas, sus santos y sus devociones, todo ello está reflejado en los cuadros que exhibe el Prado, obra de los mejores pintores patrios y de los extranjeros que influyeron en los nuestros o que trabajaron aquí.

El museo se presenta así al espectador como un conjunto de colecciones de arte de una extraordinaria calidad, notablemente superior a la de otros. afamados museos, y a la vez como una institución cultural genuinamente española, en la que a la emoción estética que provoca contemplar las obras que atesora se suma la de descubrir en sus lienzos abundantes retazos de la historia de un pueblo como el nuestro, que ha sabido retratarse con veracidad y acierto a través de las paletas vigorosas de sus pintores. Nada de, más fuerte evocación española, rememoraba Azaña, que ese cartón de Goya, La nevada, en el que un grupo de caminantes anónimos se protege del frío en un desolado paisaje de la meseta ibérica. No es, pues, el Prado sólo una colección de obras admirables, como pueden serlo otros destacados museos europeos y norteamericanos; es, además y sobre todo, un compendio vivo del arte español en sus distintas épocas y estilos, expresión de una cultura histórica de primer rango universal.

La puesta al día de un museo de tal porte es responsabilidad indiscutible del Estado y exige de él un esfuerzo de voluntad que habrá de necesitar recursos humanos y económicos y años de continuidad para llevarse a cabo. Entiéndase bien: no es que el Prado necesite más conservadores, o más restauradores, o más espacios, o más presupuesto, para cuidar sus cuadros y exponerlos mejor, que desde luego los necesita y sin más demoras. Es que necesita, más imperiosamente aún, una nueva organización de sus equipos de trabajo, de sus órganos de gobierno y de su sistema de financiación; es que requiere una nueva apertura a la sociedad, para hacerla corresponsable de la vida del museo; una nueva relación con las universidades, que intensifique y propague la investigación científica sobre sus fondos y documentos; una nueva visión de sus relaciones internacionales y de sus relaciones públicas; una incorporación masiva de los exigentes métodos de trabajo y de los equipamientos y servicios que son comunes en los grandes museos de nuestros días. Ello requiere la colaboración organizada de numerosos expertos y especialistas, museólogos, historiadores, artistas, administradores civiles, arquitectos, ingenieros, economistas, juristas; un grupo nutrido de profesionales que formen un equipo permanente de trabajo con el decidido propósito de modernizar el museo desde sus envejecidas estructuras actuales.

El Prado ha tenido en los últimos años algunos excelentes directores. Pero no es un problema de dirección lograr convertir el museo en una moderna institución cultural. Es un problema de Gobierno. Lo que los franceses han hecho con el Louvre nos debería llenar de admiración a los españoles, y no sólo por la grandiosidad del resultado, sino por la tenacidad y la maestría con que han sabido, ejecutar un proyecto de renovación de tanta ambición cultural y ciudadana. En el Prado podría también acometerse una reforma de altos vuelos: tenemos las ganas de iniciarla y los profesionales capaces de hacerla, en la Administración publica, en la Universidad, en las academias, en la sociedad. Sólo falta un impulso desde arriba, un impulso que genere los dispositivos necesarios para que el concurso de tanta gente -y tan distinguida- como requiere el diseño y la ejecución de un proyecto de tanta envergadura se vea asegurado.

Acaso una ley, de las Cortes dirigida a tal fin sea el mejor re medio de la actual postergación del Prado; acaso una comisión ministerial comprometida con la reforma. No es realmente un problema de dinero, aunque se necesite dinero para acometerla. Es más bien un problema de decisión del nuevo Estado democrático español, que todavía no se ha puesto a pensar en serio en el museo nacional por excelencia, en sus excepcionales colecciones y en la eminente presencia que en él alcanza la mejor historia de nuestra cultura.

José Luis Yuste es letrado del Consejo de Estado.

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