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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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"Vanitas vanitatum"

Les llaman títulos de crédito y tienen significación que a mí se me escapa. Salen en el cine y en su pariente rico, la televisión. Larga retahíla imposible de retener e individualizar tanto al final de las películas por la breve y borrosa línea, en blanco y sobre negro, o el efímero tránsito en los últimos segundos del programa de mayor o menor audiencia. Son los nombres de cuantos han intervenido en la confección, trámite y acabado de un trabajo que, como casi todo, es la suma de muchos esfuerzos. En caligrafía notoria, los intérpretes; como si dijéramos, los duques, con grandeza incorporada: director, intérpretes, productores...Maquilladoras, carpinteros, atrezzistas, iluminadores, ayudantes ordinales de cámara, de grúas, fotofijas, sastras (¡qué curioso este femenino del genuflexo arte sartorio, refugiado en el pintoresco ambiente del espectáculo, que desplazó a costureras alfayatas o modistas!). Es la porción de gloria, minúscula hidalguía, quizá reivindicación laboral, permanencia enlatada, afán compartido.

No se sabe quiénes diseñaron la mayor parte de las catedrales, aunque parece que los planos circulaban en medievales fotocopias, por la uniformidad y parecido entre ellas; escuché del malogrado Santiago Amón que una de las ubicadas por Tierra de Campos había sido edificada en equivocada dirección, pues no se tuvo en cuenta el litúrgico traspaso del sol por los vitrales, mal orientados. Ni memoria ha quedado de los que tendieron puentes a las legiones romanas y soportan hoy aún el tráfico rodado. Tampoco los colaboradores indispensables de las funerarias pirámides, coincidencia roída por los vientos y los siglos, desde la orilla feraz del padre Nilo hasta las altas lagunas mexicanas. Algún malicioso ha dicho de esta arquitectura que es paradigma de la pereza, al comenzar con anchuras y disminuir hasta el solitario vértice.

De la Pietá de Miguel Ángel o el abstraído sujeto de Rodin no llegan trazas de los canteros, los transportistas, desbastadores del mármol sobrante o los que soplaron las fraguas del bronce o el hierro líquidos. Del amplio taller de los pintores pocos ayudantes han sobrevivido al desacuerdo.

Aun hoy sería interminable la relación de cuantos hacen este o cualquier periódico, desde el leñador que abatió el árbol que destiló la pulpa del papel en que se imprime hasta los picadores de textos, maquinistas de la rotativa, manipuladores del ordenador, por no hablar de la marea de reporteros, encuestadores, meritorios que, a borbotones ' salen de las facultades de periodismo. En cambio se alinean en la vanagloria, a veces, las empresas distribuidoras, lejanos e indiferentes intermediarios que trafican con el papel al peso, mercaderes del porcentaje entre el empresario y el quiosquero.

En el mundo del libro, algo parecido: rara y conocida la editora que tamiza, mide, rescata y descubre talentos, suplantada por la buhonería, los trujimanes del éxito transitorio y prefrabricado. En otro tiempo se llamaron libreros: aquel franchute ilustrado, Roberto Duport, que le publicó El buscón a Quevedo, en Calatayud, y pudo permitirse el lujo de dedicárselo a un magnate, en su calidad de editor, por lo que ha quedado en la nómina de la fama. Rara vez leemos, al cerrar un volumen, la arrogante y complacida mención: "Acabóse de imprimir en las prensas de..."

Ni tanto, ni tan calvo. Es inane aquella imposible y exhaustiva relación, antes de la palabra "fin" de una película, mientras nos ponemos el abrigo, de es paldas a la pantalla o cambiamos de canal en la tele. Con ánimo objetivo tememos que se perpetre un agravio comparativo ante la noticia de que fue ennoblecido un famoso y promiscuo publicador de infinitud de títulos y excelente promotor comercial de multimillonarios premios. Sería coronar la cantidad cuando, precisamente, la aristocracia es otra cosa muy distinta; no parece discreto confundir y embarullar un principal del marketing con una terminal del marquesado, pese a que suene rayano. Parangones no faltan, por ahí tenemos un nobilísimo Nobel que se quedó en plebeyo y, en cambio, otrora fue agracia da con título pontificio la viuda de un fabricante de riquísimo chocolate. En estos asuntos de la predestinación hay que andarse con cuidado, pues no es caso de compartir el quejío de la cantaora que ignoraba el planeta reinante el día que nació. Ni falta que hace, pienso. Los honores extra hay que administrarlos con cautela, alejada de las consideraciones válidas en el libro de los récords. Conformémonos con aparecer en los títulos de crédito, en los títulos de la deuda o en ninguno, que a veces resulta mejor.

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Eugenio Suárez es escritor.

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