El tercer magnífico
La leyenda comenzó así: Yul Brynner había vuelto de dirigir las operaciones de Los siete magníficos. Con los pómulos todavía sucios de pólvora, los supervivientes de la balacera se retiraron sucesivamente a los cines de estreno y a los cines de barrio. Al fin, se reagruparon en el estadio de La Romareda. Esta vez los magníficos serían cinco. Se llamarían Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra.En aquella partida, reclutada casi al azar, Canario procedía de Brasil, donde había tratado de emular a Garrincha, y del Real Madrid, donde había tratado de emular a Raymond Kopa; Santos se encargaba de las labores de intendencia; Villa cabalgaba de nuevo sobre unas largas piernas de pura sangre, y Lapetra era un mariscal disfrazado de extremo izquierdo. Marcelino sería la avanzadilla. Nunca haría prisioneros. Su trabajo consistiría en ejecutar personalmente al enemigo.
Aunque era en realidad un bracero entre peritos, se convirtió muy pronto en la gran esperanza de los aficionados. Huérfanos de Zarra, estaban dispuestos a apoyar incondicionalmente a un delantero atado al punto de penalti. Como el viejo Telmo, él parecía atrapado en la línea vertical, y en cada maniobra viajaba por ella como por un carril. Tenía además esa vibración celular que siempre ha distinguido al aspirante al título. Si surgía el dilema de atacar o retroceder, siempre huía hacia adelante.
Poco a poco trascendió todos los tópicos y terminó convirtiéndose en un auténtico ariete. No participaba mucho en las maniobras, pero aprendió a tomarles el tiempo.
Verdaderamente su virtud se limitaba a una sola habilidad cronométrica: la de saber detenerse en el sitio exacto.
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