SAMI NAÏR ¿Qué hacer con el integrismo?
Sin lugar a dudas, el integrismo será, en este fin de siglo, el problema más importante de los países musulmanes, y en especial de los de la orilla sur del Mediterráneo. El futuro de éstos dependerá de la manera en como aquél sea tratado. Todas las sociedades asisten hoy a un despertar religioso que obedece a una necesidad irreprimible de señas de identidad en un mundo cada vez más desencarnado por la racionalidad instrumental, en el que las relaciones entre los hombres son simples relaciones entre las cosas y en el que el fetichismo del consumo no llena el vacío creado por la desaparición de las utopías laicas. Pero ese despertar es mucho más poderoso en las sociedades árabo-musulmanas, pues se conjuga con una crisis global: fracaso del nacionalismo árabe (que, no lo olvidemos, se elaboró contra una potencia musulmana, Turquía), fracaso de los despotismos burocráticos llamados "socialistas", inserción en el actual sistema económico mundial, desastres sociales provocados por un liberalismo desenfrenado...En su versión islámica, dos orientaciones se enfrentan en esta vuelta de lo religioso: la de un islam "moderno", oficial, basado en un clero dependiente del Estado, y la del integrismo. El islam oficial comparte el descrédito con los poderes autoritarios: ¿no se han servido éstos de él para legitimar sistemas sociales que fomentan profundas desigualdades y poderes sistemáticamente corruptos? El integrismo es portador de un poderoso con servadurismo cultural, es una es pecie de escudo contra los efectos destructores de la modernización. Su negación paroxística de esta nueva realidad encarna en realidad un miedo cerval al futuro. De ahí su resentimiento frente al presente, su nostalgia de un pasado idealizado y su sueño de un retorno a una época mítica mente pura: la de los cuatro primeros califas del islam; de ahí también la terrible necesidad de dogma y de fusión comunitaria que postula como para expulsar de la realidad a ese individuo autónomo laicizado que se dibujó a merced de la modernización del mundo árabe musulmán. Entre estas dos versiones del islam se dan una profunda comunidad de proyecto y un tajante enfrentamiento: ambas hacen de la referencia islámica un absoluto identitario en el que se entremezclan nacionalidad, cultura y confesión, pero difieren en cuanto a la relación entre religión y Estado. El islam oficial no admite una separación entre Estado y religión, pero acepta la adaptación del derecho religioso al mundo moderno; el integrismo, por su parte, quiere someter ese mundo a una concepción totalitaria del derecho religioso, denominado sharia. No hay, pues, divergencia en cuanto a la referencia religiosa como base de la identidad del Estado, sino diferencia sobre el papel de la religión: para el islam oficial, el Estado musulmán manda sobre la religión islámica; para los integristas, la religión islámica manda sobre el Estado musulmán.
Pero esta divergencia no ha sido jamás tratada franca y claramente por el Estado árabo-musulmán. Éste pretende ser islámico, pero a la vez se considera secular: en los hechos practica una especie de galicanismo vergonzante que prácticamente somete al clero al poder político y le reconoce la capacidad de intervenir en las esferas del derecho y la cultura. Esta situación -que se da, más o menos acentuada, en todos los países- presenta una debilidad estructural: toda deslegitimación del Estado lleva consigo la deslegitimación ipso facto del islam oficial. Y éste es uno de los aspectos más importantes de la actual crisis del Estado árabo-musulmán. Enfrentado al proceso de mundialización de la econonomía, que implica la liberalización de los mercados, la convertibilidad de las monedas, la reducción de los déficit presupuestarios y conlleva desastrosas consecuencias sociales (fin de las subvenciones a los productos básicos, disminución de los servicios sociales y educativos, desestructuración del sector público de la economía, despidos masivos...), este Estado es doblemente deficitario: cultural y socialmente. ¿Cómo puede, por tanto, hacer frente al cuestionamiento tajante, y a menudo sangrante, del integrismo?
En la actualidad hay tres modelos de contestación integrista: el jordano, el egipcio y el marroquí. El modelo jordano, al institucionalizar la militancia integrista, la obliga a insertarse en el juego parlamentario y a elaborar proyectos políticos compatibles con el principio de gobernabilidad dominante (la monarquía); el resultado es hasta el momento elocuente: en dos legislaturas, los integristas jordanos han perdido mucho terreno y parece que todavía tendrán que esperar mucho tiempo a la puerta del poder.
El modelo egipcio tiende, por el contrario, a expulsar de la esfera política a los integristas más radicales y a integrar institucionalmente a los más moderados -ése es el papel de El Azhar-, aunque sin permitirles acceder a puestos claves de responsabilidad, y a permitir, aunque bajo vigilancia, a las élites laicas llevar el debate cultural. Este modelo implica una situación de crisis permanente que no reduce el infernal ciclo terrorismo-represión y presupone un régimen político unido en lo esencial.
El modelo marroquí, más maquiavélico, consiste en oponer al integrismo una suerte de fundamentalismo de Estado que hace prácticamente realidad la mayoría de las exigencias integristas, pero deja al monarca como único juez de la extensión de la ley religiosa al terreno político. El integrismo no puede dar ninguna lección teológica al rey. Pero este modelo no está al abrigo de la exacerbación de las contradicciones sociales, y, además, corre el riesgo de sufrir los problemas que sin duda se plantearán a la hora de la sucesión del rey.
El caso de Argelia es ejemplar porque en ese país no se ha podido poner en práctica ninguna de las soluciones arriba mencionadas. A pesar de sus diferencias, esos tres modelos tienen en común el apoyarse en élites y grupos dirigentes relativamente estables, y en Argelia el integrismo emergió a la vez que se desintegraban los grupos dirigentes. En realidad, Argelia se parece sobre todo a Sudán. Pero las negociaciones actualmente en curso tendrán repercusiones decisivas para todos los países musulmanes, pues los integristas argelinos han demostrado que, dado que no podían vencer a unos militares férreamente amarrados al poder (y a sus privilegios), podían, aterrorizando a la sociedad, llevarles a negociar. Es una primera gran batalla que hará reflexionar a los integristas de otros países.
Por su parte, los militares argelinos parecen dudar entre dos vías: la primera podría ser definida como la de un reparto del poder entre la espada y la media luna. En esta hipótesis, los militares aceptarían entregar paneles enteros de la sociedad a los integristas a cambio de que éstos no se metan en ciertas zonas (¿defensa y gestión de la renta energética?). Esta vía, cómoda en un primer momento para los militares porque no les obliga a jugar del todo el juego democrático, es, sin embargo, muy peligrosa a largo plazo porque, como en Sudán, hará inevitable la islamización progresiva del aparato del Estado; el Ejército no escapará a ese trabajo de erosión ideológica, y la opresión de las capas bajas de la sociedad por los islamistas llevará consigo inexorablemente la asfixia de la cúpula del Estado. A esto se añadirá probablemente la posibilidad de una explosión interétnica provocada por la política lingüística autoritaria del poder y, en su envés, por la propaganda irresponsable de ciertos movimientos culturalistas. El resultado a largo plazo será el del peligro de guerra civil, a imagen precisamente de Sudán, que explota por todos sus costados bajo la presión de conflictos confesionales, lingüísticos y étnicos. Esta vía parece convenir a los integristas, y es en este sentido como hay que leer la declaración del dirigente islamista tunecino Rached Ghanouchi, según el cual "en todo caso habrá un poder islámico en Argelia" (Le Monde, 20 de septiembre de 1994). Léase: por la fuerza o por el compromiso.
La segunda vía a la que los militares argelinos podrían recurrir es la de una institucionalización conflictiva del integrismo. De hecho, es la única manera de resolver el problema al que está enfrentado el sistema político argelino: respetar las reglas de la democracia permitiendo mani-
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