O. J. Simpson y la fascinación por la violencia
O. J. Simpson, el famoso jugador negro de rugby y estrella de la televisión y del cine, ha sido acusado en Estados Unidos de haber asesinado brutalmente a puñaladas a su ex mujer, Nicole, que era de raza blanca, y a un amigo de ella. Este héroe de la minoría negra y paradigma del sueño americano está sien (lo juzgado en Los Ángeles por un jurado.Para algunos, la historia de Simpson es la desgracia de un ídolo caído. Para otros es la odisea personal de un hombre enloquecido por los celos y embrollado en un crimen pasional. No pocos creen que estamos ante otro caso premeditado de racismo, de abuso y de vejación de un personaje de raza negra por parte de la trama hegemónica blanca, un evento parecido a la injusta absolución de los policías blancos que apalearon al joven negro Rodney King hace dos años ante millones de telespectadores horrorizados.
Muchas mujeres, conocedoras de las amenazas y palizas que, según sus antecedentes policiales, Simpson propinaba periódicamente a Nicole, sienten que este morboso suceso refleja crudamente la forma que tienen ciertos hombres de concebir el mundo en general y el de las mujeres en particular. Se trataría, por lo tanto, del drama de una esposa aterrorizada y golpeada impunemente por un marido que, como tantos otros, pensaba que no hacía nada malo, pues ni valoraba su dolor ni su vida. Esta s mujeres sostienen que estamos ante la tragedia de una mujer maltratada, la agonía de una madre salvajemente asesinada mientras sus hijos pequeños dormían al otro lado de la puerta.
Además de ofrecer todas estas perspectivas, la versión televisiva en directo de la historia y del proceso de Simpson representa una extraña y emocionante novela de misterio, una combinación de magia tecnológica e hipnosis colectiva. Las intrigas que configuran el argumento del doble asesinato son profundamente intoxicantes. En efecto, el caso Simpson se ha convertido en la telenoticia más apasionante y sensacional del momento. Como sucedió hace unos meses con el provocador juicio del pene cortado -la joven esposa que se tomó la justicia por su mano, vengándose de los golpes y violaciones a los que la sometía constantemente su marido-, la cámara de televisión se ha vuelto a transformar en el ojo universal a través del cual buscamos colectivamente satisfacer nuestro instinto de voyeurs, de curiosos mirones, de excitarnos con escenas y fantasías de dominio, de agresión y de venganza.
Desde el amanecer de la civilización, y en casi todas las culturas, un ingrediente esencial de la violencia humana ha sido su atractivo como espectáculo, su función lúdica. Los antiguos romanos representan el paradigma histórico de este fenómeno. En su búsqueda incansable de vivencias que llenaran momentáneamente el vacío de sus vidas, y conscientes de que para mantener vivas las sensaciones los órganos de los sentidos requieren estímulos cada vez más intensos, acudían diariamente al circo, donde aplicaban una diabólica inventiva a la tortura humana. En la arena se exhibían todo tipo de actos sexuales sadomasoquistas y sacrificios humanos de un salvajismo y crueldad extraordinarios.
Durante siglos, incluyendo el siglo XIX, los ajusticiamientos de hombres y mujeres convictos de algún crimen o rebeldía constituyeron rituales públicos morbosamente creativos. Existen muchos relatos de multitudes estupefactas que enmudecían y se quedaban en suspenso al golpe seco de la guillotina, al oír los quejidos de los reos en la hoguera, al sonido del clic de la trampilla que se abría bajo los pies del ahorcado, 0 ante la figura del hombre con el cuello roto meciéndose torcido al final de la soga.
Se cuenta que Charles Dickens iba paseando por Londres una mañana de noviembre de 1849 cuando se encontró con un gentío que se agolpaba para presenciar un ahorcamiento. La muchedumbre, con ánimo de orgía, se reía y canturreaba mofándose de la condenada, una tal señora Manning. Ese mismo día, Dickens escribió en el Times: "Hoy he presenciado un espectáculo tan inconcebiblemente horroroso corno la perversidad y frivolidad. de la in mensa muchedumbre... Cuan do el sol radiante salió, dio brillo a miles de caras alzadas, tan indeciblemente odiosas en su regocijo brutal que cualquier hombre hubiera tenido motivo para sentirse avergonzado de la faz que portaba".
El atractivo de la. violencia como espectáculo no ha desaparecido con los frutos de la evolución y del progreso. De hecho, muchos hombres y mujeres actuales no se encuentran psicológicamente muy lejos de los patricios romanos de antaño o de los londinenses entusiasmados que asistían asiduamente a las ejecuciones. El equivalente moderno del circo o del patíbulo son escenas que disemina la industria de la televisión, destinadas a representar con el mayor realismo posible toda la variedad de violencia entre las personas.
Las poderosas ondas hertzianas hacen que nos encontremos ante un escenario que, sospecho, ni siquiera Charles Dickens se hubiera podido imaginar. En lugar de tener que estar de pie en una calle fría y lluviosa, rebosante de ruidosos concurrentes, hoy podemos recibir la dosis diaria de sadismo y de agresión maligna a través de la pequeña pantalla, en la comodidad de nuestro cuarto de estar o dormitorio.
Mas, ¡cuidado! Atacar al medio televisivo es como matar al mensajero de otros tiempos. Porque a la vez que vemos la televisión se puede decir que la televisión nos observa y nos estudia a través de los ratings y del feedback, aprende sobre nosotros y, al final, nos ofrece el producto que ansiosamente buscamos. En realidad, el contenido de un programa no dice tanto sobre el medio que lo transmite como del público que lo demanda o lo contempla.
Pienso que al televisar la agresión maligna humana no la hacemos peor, simplemente la hacemos una realidad inescapable, y nuestro papel de cómplices es innegable. Pues lo peligroso de estar sentados delante del ojo televisual no es sólo mirar, sino además, participar, aunque sea indirectamente, en este tipo de función que celebra las conductas aberrantes y permite a los verdugos actuar en público. Las imágenes en directo del drama de O. J. Simpson nos obligan a reflexionar sobre nuestra fascinación por la violencia y, paralelamente, a cuestionar nuestro papel como promotores de ella.
es psiquiatra y comisario de los Servicios de Salud Mental de Nueva York.
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