La derecha anómala
El fuerte avance de un movimiento de derechas en las recientes elecciones austriacas y la victoria de partidos derechistas en las elecciones municipales en Bélgica llevan a hacer algunas reflexiones a escala europea. De hecho, estos fenómenos son una continuación de lo sucedido en Italia en las elecciones del pasado mes de marzo, que llevaron al poder a una coalición compuesta por el movimiento creado en pocas semanas por Silvio Berlusconi y, junto a él, la Liga Norte y el partido neofascista. La novedad más reseñable en las últimas semanas es un posterior cambio en la actitud de Berlusconi y de la Liga hacia el partido neofascista, que, por su parte, intenta purificarse librándose de parte de su ideología y presentándose como una fuerza política más cercana al gaullismo de Chirac que al viejo fascismo tradicional.Se puede decir que en los países europeos con democracias más sólidas estas perspectivas, afortunadamente, no se dibujan en el horizonte político. En Francia, en la carrera por la presidencia de la República, no hay en liza candidatos de extrema derecha con posibilidades de éxito; en Alemania se enfrentan las formaciones tradicionales, democristianos y socialdemócratas; en el Reino Unido y España se perfilan enfrentamientos análogos. ¿Es el revival de la extrema derecha un caso exclusivamente italiano, con algún que otro eco en Austria y Bélgica? ¿No debe temer Europa por su solidez democrática?
Personalmente, espero que así sea. Sin embargo, el fenómeno es bastante más amplio y profundo de lo que a simple vista parece. Lo que debe preocupar a los demócratas no es tanto el surgimiento de movimientos de derechas como el rápido resquebrajamiento de los bloques sociales mayoritarios y de oposición que han canalizado la vida política europea en los últimos 50 años.
En toda Europa occidental se ha dado un bloque defensor de intereses principalmente burgueses, contrapuesto a, otro que expresaba los intereses y valores de la clase obrera y, más en general, de los trabajadores asalariados. Las fuerzas políticas que representaban a uno y otro bloque se alternaban al frente de sus respectivos países, permitiendo el buen funcionamiento del sistema democrático. Como acabamos de recordar, el mecanismo sigue funcionando en la mayoría de los Estados miembros de la Comunidad Europea. Algún optimista podría añadir que, incluso en Italia, el movimiento neofascista está asumiendo características que lo llevarán en breve a posiciones de derecha moderada y que el Gobierno de Berlusconi, dejando a un lado ciertas actitudes claramente debidas a la falta de experiencia, no se diferencia demasiado del tipo de Gobierno que preside Major.
En realidad, las cosas son menos alentadoras de lo que parecen. Los dos bloques sociales que se han enfrentado y confrontado a lo largo del último medio siglo ya no existen. Ya no existe un bloque obrero homogéneo, que se mantenía unido gracias a una comunidad de intereses. Los avances tecnológicos, la inseguridad del puesto de trabajo, la creciente movilidad laboral, la crisis devastadora del paro masivo y el crecimiento del trabajo autónomo han disgregado completamente ese bloque social. Los partidos ligados a él han entrado en crisis entre otras razones por el escaso sentido ético de muchos de sus dirigentes, aunque el verdadero motivo de su decadencia tiene que ver con el cambio producido en las estructuras sociales y económicas.
Por otra parte, se han producido transformaciones análogas en el bloque social que, para entendernos mejor, llamaremos burgués. Tampoco la burguesía productiva, profesional y artesana se corresponde a la que el cliché tradicional nos tenía acostumbrados. Ha sufrido transformaciones no menos profundas que las experimentadas por los trabajadores asalariados. La población que obtiene sus ingresos de los servicios, el comercio y la mediación financiera ha aumentado notablemente, mientras que está en continuo descenso la burguesía empresarial, sustituida por los bancos y los fondos de inversión.
Asistimos, en suma, a un verdadero giro social que se puede definir así: en vez de dos clases perfectamente diferenciables y contrapuestas, se está formando una clase media que ha perdido los puntos de referencia tradicionales, que tiene intereses económicos mucho más versátiles, modelos sociales de referencia mucho más unitarios y que está totalmente exenta de ideología. La crisis de los partidos deriva de la desaparición de las diferencias ideológicas, culturales, económicas. En la clase media, todos se parecen; todo es terriblemente anónimo; todos quieren sobresalir y exhibirse; la ropa, las modas, las vacaciones, el uso del tiempo libre tienden a ser idénticos para todos; el pragmatismo es la regla de conducta unánimemente invocada y practicada.
El elemento unificador de la clase media es la televisión; de ahí la creciente importancia política de ese medio de comunicación. Sin llegar a los excesos del caso italiano, donde el patrón de las cadenas televisivas privadas acapara desde el poder mediático hasta el político, en su calidad de jefe del Gobierno, es un hecho que los electores se sienten cada vez más seducidos por personajes que rezuman demagogia y que desprecian -y a menudo así lo declaran- los procedimientos parlamentarios, su lentitud y la obligación de dialogar con la oposición. El peligro no es el paso a la derecha de una parte relevante del electorado, sino la naturaleza anómala de esta derecha en auge que se parece muy poco a la tradicional. La nueva derecha tiende a sustituir los mecanismos parlamentarios de control democrático por mecanismos plebiscitarios de aceptación masiva obtenida con promesas, sueños y demagogia, cuyo vehículo son los medios de comunicación, y en especial la televisión.
Éste es el reto que nuestros países europeos deberán afrontar en los próximos años y en el que habrá más riesgos conforme vaya disminuyendo el interés por la política, sobre todo en los jóvenes. La indiferencia lleva a la dejación; la dejación puede transformarse rápidamente en autoritarismo y plebiscito.
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