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El éxodo de la Política

En la era del individualismo, la política es para la gente la representación emblemática de todo aquello que ha rechazado para siempre: lo genérico, en lugar de lo individual y concreto; lo ideológico, en lugar del pensamiento lógico y el recurso de la imaginación; lo público, en lugar de lo privado y lo íntimo; la ineficacia y la corrupción, en lugar de la transparencia y la defensa de valores probados; lo instrumental, en lugar de lo expresivo. Por último, los partidos políticos enarbolan reivindicaciones de clase, en lugar de exigencias globales como la participación o el me dio ambiente que, incidentalmente, las ONG asumen con mayor eficacia y menor coste.Así se ha desembocado en la paradójica situación de un discurso oficial, que se inicia siempre rindiendo pleitesía al sistema democrático y a su cauce natural, los partidos políticos -cualquier crítica, por velada que sea, "¡por Dios, que quede claro que no se está cuestionando al sistema! conviviendo con una cultura popular, no sólo ajena al discurso oficial, sino diametralmente opuesta a todo lo que la política representa.

Los grandes pensadores de la democracia moderna, como Benjamin Constánt, Alexis de Tocqueville o John Stuart Mill, para citar únicamente a los precursores más relevantes de cuestiones que están en el centro del debate político del pos modernismo en boga, nunca vacilaron en denunciar los vicios que se adueñaban del sistema democrático. Y ello referido tanto a la democracia- europea como a la entonces deslumbrante y nueva democracia americana. Helena Béjar resumen así la esencia de todo este pensamiento crítico: "El Gobierno representa una amenaza para la libertad del individuo, y por ello son necesarias unas mínimas libertades civiles, pero los tiempos modernos han engendrado nuevas formas de intimidación" (1).

Para un ciudadano dé fines del siglo XX, resulta chocante constatar hasta qué punto los inventores de la democracia moderna dedicaron más esfuerzo y talento a la crítica y reforma del sistema que defendían que a su propio desarrollo o perpetuación. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en la actualidad: una proliferación incesante y asfixiante de leyes, de. la que ya se quejaba Platón hace dos mil cuatrocientos años, desarrollando ahora un supuesto entramado constitucional; pero ningún ánimo de reforma ni propuesta de mejora. Todo lo contrario: portavoces neófitos del sistema democrático arremeten contra la mayoría disidente con el mismo dogmatismo de que hacen gala los americanos de primera generación para defender su recién adquirida nacionalidad.

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Pero como señala Lipovetsky, uno de los analistas más lúcidos del gran cambio cultural de nuestra época, el juicio generalizado de que "todos los políticos son corruptos", referido a la opinión pública francesa, "no está acompañado por un despertar de la conciencia cívica, sino que, más bien, permite legitimar sin problemas la desafección colectiva hacia la cosa pública" (2). Una de las explicaciones más antiguas y razonables de esta huida de lo público consiste en recordar que, siendo la vida privada tan activa en los tiempos democráticos, tan agitada, tan llena de aspiraciones y tareas, a nadie le quedan apenas energías ni tiempo libre para la vida pública.

La explicación apuntada de éxodo hacia lo íntimo, podría completarse hoy recurriendo a un simple análisis de costes y beneficios. Si el beneficio descontado de participar en el debate público, a un tipo de interés forzosamente elevado dada la incertidumbre vinculada al descrédito actual de la cosa pública, es mayor que el coste que soporte, en términos de tiempo detraído a otras tareas, entonces crecerá el interés por la política. Para muchos pensionistas, el sustento depende de que siga siendo presidente de Gobierno Felipe González en lugar de José María Aznar; el beneficio esperado de su participación política no puede ser mayor, mientras que el coste puede no superar el billete de autobús para ir a votar. Para un universitario situado en la larga cola del paro, también el coste de participación, en términos de tiempo, se acerca a cero, pero, en su caso, el beneficio actualizado difícilmente superará el esperado de una inversión, por ejemplo, en sus estrategias de seducción (3). Si, finalmente, la actualización del beneficio esperado es menor que el elevado coste, en términos de tiempo, en el que se incurre por renunciar a tareas privadas muy rentables, se magnificará la huida de lo público.

Este último supuesto es, claramente, el de las clases sociales más informadas, profesionales y protagonistas del conocimiento en la economía activa. Dichos sectores sociales asignan a las prestaciones políticas un valor ínfimo comparado con otras prestaciones como las sanitarias, o el cuidado del propio cuerpo, en la cultura neonarcisista que hoy prevalece. En cambio, el coste oportunidad del factor tiempo es, para esos sectores, mucho mayor que el de las clases sociales menos informadas y no activas. Más que una huida genérica de lo público a lo privado -ya grave de por sí- se ha producido en Europa un éxodo masivo del conocimiento, lejos de la participación cívica, del espacio común, hacia lo privado, que es el ámbito de la separación y de la diferencia. Las consecuencias negativas del éxodo, precisamente en la era del conocimiento, son incalculables. Según todos los indicios, esa emigración sin precedentes reviste perfiles desorbitados en España e Italia, dentro de la Unión Europea. La razón es evidente, pero poco conocida.

Tanto España como Italia quedaron al margen del vendaval social y político que, durante doscientos años, permitió conquistar la autonomía de los comportamientos morales. A lo largo del siglo XVIII, los apologistas de la moral cristiana sostendrían contra los filósofos de la Ilustración, que si la moral no se fundamentaba en el temor divino y la remuneración post mórtem, los hombres ya no tendrían freno, nada les detendría en el camino de los vicios y de los crímenes. A lo largo del periodo que va desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del siglo XX, Europa desarrolla su propia moral laica, al margen de la referencia religiosa. Los no creyentes consiguen el derecho de equiparación con los creyentes a la hora de comportarse conforme a criterios morales. Lejos de degenerar en la anarquía moral, el individualismo moderno, que sustenta a las nuevas democracias, generó una moral del deber que, hasta mediados de los años cincuenta, no tiene nada que envidiarle al rigor y disciplina de la antigua moral basada en la religión. Como señala Lipovetsky, se trata de una inmensa victoria histórica de la moral independiente. Profesada en principio en círculos restringidos, se difundió en las democracias occidentales al conjunto de la sociedad, incluidos los creyentes: "La era moderna ha logrado imponer la idea de una vida moral separada de la fe; la vida ética está abierta a todos, independientemente de las opiniones metafisicas" (4). La preponderancia de los deberes éticos, la soberanía popular, y el dominio técnico de la naturaleza, han configurado la vida y el pensamiento de las sociedades modernas. Salvo en España e Italia. En España, ni pudo consolidarse la Ilustración ni la Ilustración de la Ilustración que algunos reclamábamos (5), ni, por supuesto, el cambio del cambio. En Italia, los intentos para articular una moral autónoma, o fueron efímeros y sin perspectivas porque surgieron en el sur del país, o fueron exóticos o totalitarios.

El hecho es que Italia, con España, queda también al margen de la ola de la Ilustración europea.

Al desmoronarse la ética religiosa en pleno siglo XX, los españoles e italianos hacen buenos los peores presagios de los antiguos apologistas de la religión, enfrentados a los filósofos de la Ilustración en el siglo XVIII. La ausencia de una moral laica experimentada les lleva a sustituir la moral perdida por

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Eduardo Punset es presidente de la Fundación Foro para la Innovación Social. 1. Helena Béjar. El ámbito íntimo. Privacidad, individualismo y modernidad. Alianza Universidad, 1990. Página 71. 2. Gilles Lipovetsky. El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Anagrama, 1994. Página 204. 3. Ana Martínez Barreiro. Sociología de la moda. Tesis doctoral. Universidad de La Coruña. 4. Obra citada. Página 3 1. 5. Eduardo Punset. La España impertinente. Espasa Calpe, 1986. P. 160. 6. Laurent Cohen-Tanugi. La metamorphose de la democratie. París, Odile-Jacob, 1989. Página 36.

El éxodo de la políticaViene de la página anterior

viene de la página anteriorsimples comportamientos anómicos o la pura moral del quinqui. Aplicados estos comportamientos a la esfera pública, exacerban sobremanera el éxodo de los sectores sociales más conscientes hacia el desentendimiento y la no participación.

Entretanto, la sociedad española hace suyo el profundo cambio cultural que se impone en Europa a partir de los años cincuenta. Esta vez, nadie le impide incorporarse a las corrientes de pensamiento del individualismo moderno. Uno de los pilares básicos del cambio cultural en curso es la aparición de una nueva ética que ya no está basada en la única legitimidad del sufragio. universal, "sino en la independencia de las instituciones públicas respecto del Estado, la lógica jurídica como principio regulador de la economía y la sociedad" (6). Por todas partes te exigen límites, reglas y transparencia. Lejos de desembocar en una moral sin freno, el nuevo cambio cultural reclama el respeto de las normas jurídicas con la misma intensidad que rechaza los sermones morales y las imposiciones ideológicas.

De ahí arranca el efecto devastador y añadido de la corrupción de los políticos en el éxodo de lo público. Inmersos en el cambio cultural, lo de menos para los ciudadanos europeos es si la corrupción obedece a móviles de enriquecimiento personal o de financiación de los partidos políticos. Lo que importa, lo único que mantiene de pie el andamio de la convivencia, por muy laica y por muy postmodema que sea, o precisamente por esto, es que no se viole la lógica jurídica.

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