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Tribuna
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Verse y, escucharse

"Uno siempre endurece lo que piensa al ponerlo por escrito", escribía Sartre a Merleau-Poty en un intercambio de correspondencia que acaba de publicar Revista de Occidente; y añadía: "Si nos viésemos, el solo hecho de vernos y escucharnos bastaría para rebajar las aristas y quitar dureza a las acusaciones recíprocas". No se vieron y ya, en adelante, tampoco se escucharon: Sartre insistió en su censura y Merleau en su derecho a escribir; cada cual tomó su camino y, a pesar de una larga amistad, rompieron.Verse y escucharse: si puede desprenderse una lección del reciente encuentro de los presidentes de comunidades autónomas es que algunas de las prácticas más arraigadas y más denostadas también, de la vieja política liberal y par lamentaria conservan hoy todo su vigor. Ante todo, la de Verse, función que en un Estado unitarió cumple sin necesidad de ningún aditamento el Congreso o la Asamblea de los Diputados y que en un Estado de estructura cuasi federal como el español debe cumplir el Senado: es cada vez más evidente que la función integradora de la Constitución pide hoy a voces que las comunidades autónomas, como tales poderes del Estado, se vean, crucen sus miradas y per ciban sus gestos. Además de poner las cosas por escrito, o soltarlas en los mítines de adeptos, los representantes de las comunidades autónomas necesitan un espacio en que mirarse a los ojos.

Mirarse para escucharse: de pronto, cuando más cargado estaba el clima y cuando parecían resurgir viejas pasianes que se creían enterradas con el cadáver de Franco, una serie de discursos es suficiente para despejar el panorama. Es como si la palabra, tan degradada, hubiera recuperado toda su eficacia como instrumento político. No, por cierto, que un discurso resuelva un embrollo, un conflicto de poder, sino que sin discurso es imposible encararlo. En una democracia no se puede resolver ningún problema si no se definen a la vista del público los términos en los que está planteado. De ahí que después de oír a unos presidentes que hablan viéndose y que se escuchan mirándose la gente haya dicho: uufff, menos mal, al menos son capaces de hablarse

Y frente a esta lección sumamente civilizatoria que nos acaba de propinar la clase política, un sector notable de los medios de comunicación y de los comentaristas que los alimentan, ha optado sin embargo por la furia y el ruido. Los agoreros que predecían un guirigay en el Senado despreciando el alto valor simbólico y político que el uso de las lenguas propias de cada comunidad tiene en un Parlamento plurinacional; los catastrofistas que recurrieron a la más rancia imaginería castrense (un rey en uniforme militar) y a los gritos históricos de España, España, como tambores de fondo al encuentro de los presidentes de comunidades autónomas; los sedicentes neoliberales neoespañolistas que resucitan ominosamente el lenguaje fascista del insulto y del desdén como arma privilegiada de sus guerras y odios particulares, han quedado esta vez frustrados en sus expectativas: ni torre de Babel, ni "mejor España roja que España rota", ni cruce de agravios. Sencillamente, representan tes de poderes autónomos del Estado exponiendo los términos en los que es preciso definir un problema político que no hace más de sesenta años -estos días prácticamente se cumplen- contribuyó a hundir a la democracia republicana.

De lo ocurrido en el Senado y en los medios de comunicación se desprende, pues, una última enseñanza: no hay que recelar tanto de los políticos cuando se ven y se escuchan a la vista del público y hay que fiarse un poco menos de esos periodistas incapaces de escribir un artículo sin recurrir al insulto personal. Esta vez, lo civilizado, lo culto, la política como negociación, como verse y escucharse, ha caído del lado de los políticos profesionales, mientras que lo primario, lo burdo, la política como guerra, como desprecio y agresión, se ha enseñoreado de esos comentaristas políticos.

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