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Tribuna
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El Parlamento divorciado

Cuando el acercamiento a un análisis crítico de la actual situación que vive el Parlamento se hace desde dentro, conviene recordar, asumiéndolos, dos puntos de partida. Que la democracia es el único principio legitimador del poder en el mundo contemporáneo. Y, además, que los partidos políticos constituyen piezas insoslayables para el adecuado mecanismo representativo dentro de la actual democracia.Asumidos dichos supuestos, procede preguntarse por los achaques que en el mundo occidental está sufriendo el Parlamento, reflexionar sobre sus profundos problemas y, claro está, por hacerse desde dentro, apuntar algunas posibles vías de solución. Vaya, no obstante, por anticipado el aserto de que si estamos ante un problema general de las llamadas democracias parlamentarias, creemos que éste ha llegado demasiado pronto a nuestra joven democracia española.

Decir Parlamento divorciado es, ante todo, hablar de un desajuste entre el diseño jurídico-político del sistema establecido por vía constitucional y la diaria práctica política. La causa, analizada entre nosotros con cierta extensión por el maestro García Pelayo, no es otra que el imperio del llamado Estado de partidos. Convertidos en sujetos fundamentales y casi exclusivos de la totalidad del juego político, su sistema sociopolítico ha acabado prevaleciendo sobre la teoría jurídico-formal propia del actual Estado de derecho. Y ello no en pocos apartados.

Frente a la teórica división de poderes, con una institución fundamental llamada Parlamento, en la que se hace visible la expresión de la soberanía nacional, estamos asistiendo a la absoluta hegemonía del Gobierno ocupado por el partido triunfante en un proceso electoral. La estructura que permite un juego de partidos, en el que uno de ellos obtiene la mayoría parlamentaria, origina que el líder del partido sea también jefe del Gobierno, que la iniciativa legislativa surja casi siempre del Ejecutivo y sus decisiones sean inequívocamente aprobadas por el Parlamento gracias a esa mayoría, e incluso que si el texto constitucional establece, como ocurre entre nosotros, que algunas instancias del poder judicial sean propuestas por el Parlamento (en nuestro país, el mismísimo Tribunal Constitucional), la teóricamente aséptica facultad del Parlamento acabe, con mayor o menor fuerza, influida por la decisión del partido-Gobierno. Cuando éste goza de la mayoría absoluta, la tentación de caer en el rodillo es evidente. Cuando no es así, el penoso sistema de reparto de cuotas entre los grandes partidos acaba desvirtuando la quizá comprensible remisión de tal función al órgano en que se residencia principalmente la soberanía. No lo dice la Constitución, pero lo impone la hegemonía de los partidos.

Procesos similares se dan en los temas de representación, libertad del diputado o independencia de éste. Con el texto constitucional en la mano, el diputado representa al todo. A todo el cuerpo electoral. Porque el Parlamento representa, en su visión conjuntada, al otro todo previo que es la nación. Pero, en la realidad, dicho diputado ha llegado al hemiciclo gracias a un partido político, en una de sus listas y para defender su programa concreto.

Entonces, ¿a quién representa su verdad? ¿Se siente un militante o votante del partido tal por el diputado del partido cual, radicalmente, opuesto en todo en los deseos de quien emite el voto? El tema puede llegar a complicarse sobremanera cuando en el Parlamento existen partidos regionalistas, no siempre acordes con los intereses del conjunto. Aún más: ¿se siente representado un ciudadano que ha votado a un partido que rechaza el principio de la autodeterminación y posible independencia por el diputado miembro de otro partido que tiene dicha demanda como objetivo fundamental?

Igual desajuste ocurre con los presupuestos de la libertad e independencia del diputado. De acuerdo con el mandato constitucional, el diputado es absolutamente libre en su actuación parlamentaria. No está liado a mandato que cercene dicha libertad. Pero, en la realidad del Estado de partidos, ocurre todo lo contrario. Ese diputado está sometido a la disciplina del partido al que pertenece y, a la postre, en verdad representa. La vía condicionante será la disciplina del voto impuesta por el grupo parlamentario. Algo que, salvo en contadas excepciones (los casos de votar en conciencia se pueden contar con los dedos de una mano), coarta la teóricamente libre decisión del diputado. La indicación del jefe del grupo vale más que cualquier declaración constitucional.

Por supuesto que estamos ante algo necesario. La disciplina de voto clarifica las posturas en hemiciclos bien poblados, a la vez que resulta un medio básico para no debilitar la fuerza de la representación parlamentaria del partido. Sin ella, el debate sería caótico y los resultados imprevisibles.

¿Y la independencia? El diputado es miembro de un grupo parlamentario. Está en el Parlamento porque, en su día, el partido lo quiso, lo incluyó en unas listas cerradas, le pagó la propaganda y, por supuesto, podrá excluirlo si resulta rebelde a las consignas. El grupo determina quién habla y quién no. Quién es portavoz en este tema o en otro. Quién integra una u otra comisión. No hay otra razón superior. El reinado del grupo-partido promueve o margina. Al margen de la teoría y, por supuesto, al margen de la mayor o menor capacidad o preparación para "hablar de aquello". El juego de filias y fobias, de lealtades incondicionales o de rencillas personales, se impone ante cualquier conato de supuesta independencia.

Pero hay más. El divorcio puede llegar a extenderse a la mismísima relación con la opinión pública. Cuando Alf Ross analiza el nacimiento del Parlamento en Gran Bretaña, afirma que "lo esencial es que el Parlamento era visto, en principio, como el vocero de la nación"., Y no son escasos los trabajos que unen la aparición del Parlamento- a la de un régimen de publicidad. La política abandona el carácter arcano y semiclandestino del antiguo régimen y sale a la calle. A la prensa política, a los comentaristas parlamentarios, a las primeras cátedras. Más aún: en la inicial teoría, el tema está basado en una relación reciproca. Al Parlamento tiene que llegar la opinión de la calle y, a la vez, el eco de los debates parlamentarios conforma, instruye y alimenta una opinión pública documentada.

Empero, el actual divorcio resulta peligroso. Cuando esa opinión pública quiere también participar en la toma de decisiones, vuelve a encontrar el canal establecido de los partidos políticos. Poco más. Y si se busca o produce algo más (recordemos las manifestaciones de grupos o las reivindicaciones sindicales), aparece el peligrosísimo fantasma de la doble legitimidad. Por un lado, una serie de partidos puestos de acuerdo en tomar una decisión. Por otro, los sectores que se alzan contra ese acuerdo. Y que, al margen del hemiciclo, movilizan a la sociedad. Estamos ante el problema capital de la legitimidad parlamentaria. Y ello sin olvidar que la labor de condicionar la opinión pública la realiza actualmente con mayor éxito una campaña de prensa o un programa en televisión que cien debates parlamentarios. El asunto resulta angustioso cuando, como ocurre entre nosotros, pase lo que pase, esos debates no son sino meras cajas de resonancia de las juntas de portavoces.

¿Se puede mitigar en algo este doble y alarmante divorcio que experimenta actualmente el Parlamento? Al menos, estamos obligados a apuntarlas y, por supuesto, a no seguir impasibles ante un proceso de deterioro tan prematuramente surgido entre nosotros. Tenga el lector por urgentes las que, sintéticamente, pasamos a enumerar:

a) La superación de la crisis en el funcionamiento de los partidos. La vía más a mano parece estar en una nueva ley de partidos políticos que sustituya a la obsoleta de 4 de diciembre de 1978. Los defectos en el rodaje se han evidenciado desde entonces, y aquella pieza legal es hoy del todo inútil. Las fallas van desde el descontrol sobre el funcionamiento interno democrático (menester, a nuestro juicio, todavía perfectamente remisible al Tribunal Constitucional) hasta el relumbrante imperio de las oligarquías de sus aparatos internos, que todo lo pueden.

b) La modificación de los reglamentos de funcionamiento de las cámaras. Sobre todo, en el sentido de permitir una más conveniente posibilidad de que sus presidencias puedan avivar el debate parlamentario.

c) El rescate del protagonismo del tejido social. Es decir, la potenciación, como auténticos protagonistas, del amplio entramado de asociaciones, instituciones o entidades que reflejan, expresan y defienden sus legítimos intereses. El Estado de asociaciones como compensador del Estado de partidos. Algo que está en la naturaleza del actual Estado social y por donde puede caminar la apelación del corporativismo, ya vigente en el mundo anglosajón, y ampliamente desarrollado entre nosotros por Salvador Giner. Partidos, por supuesto. Pero no exclusivamente partidos, ni partidos en todos sitios.

d) El énfasis en la necesidad previa del consenso de los afectados. Buscar estas zonas posibles de consenso entre aquellos sectores a quienes va a afectar una decisión parlamentaria supone, nada más y nada menos, que dotar de mayor legitimidad a la definitiva sanción formal que únicamente puede dar el hemiciclo. Y claro está, espantar el que hemos llamado peligroso supuesto de la doble legitimidad. Los agentes sociales deben ser ampliamente entendidos y ampliamente consultados, dando el paso qué Hans Peter Schneider define como el pasar de la democracia de la opinión a la democracia de la codecisión.

e) El fomento de las vías de participación directa o semidirecta. Cicateramente aceptadas por nuestros constituyentes, han resultado todavía más en la práctica política. No hay razón para seguir viéndolas con tan acusada desconfianza. Y sin esperar a la reforma constitucional, se puede y debe utilizar este camino directo.

Conjugando estas vías brevemente enumeradas, entiendo que haremos un notable esfuerzo por refrescar nuestra democracia y, en tanto que pieza fundamental de la misma, también por reforzar el Parlamento.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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