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Alberto está debajo de un olivo

Lo queríamos tanto que era inimaginable para los que le amábamos que no pudiera compartir la eternidad terrenal con nosotros, y hasta ese extremo llegaba todos los días luchando a brazo partido con su último y verdadero amor.Si ibas a verlo a Campello, ya no tenías que preocuparte por nada porque él se había adelantado en todo deshaciéndose en pormenores de todo lo que íbamos a hacer en los días restantes. En España hubo un tiempo en que sólo había dos Pegaso: el suyo y el del marqués de Portazgo, que fue un poco la metáfora de su vida, "volar bajo, pero volar".

No hizo otra cosa desde aquel malhadado día en que tuvo que abandonar España y posteriormente Francia acompañado de su hermano Jorge... Todo el cielo fue para él, hasta que la Xirgu logró dominarlo como se doma un potro desbocado.

Ni la muerte logró ponerle cara de albaricoque maduro. Y en medio de este volcán en erupción permanente había un extraño rigor. Nadie ha hecho en España, en esta espesísima nación, el vodevil como él. En medio de un mal gusto lacerante, su presencia te tonificaba y sentías el poder de su galanura como si fuera tuya, que era uno de sus poderes mágicos: "Gustar a las mujeres sin molestar a los hombres".

De vez en cuando dejaba caer una malicia con la ceja derecha levantada y un rictus de socarronería en los labios. Estábamos los dos delante de la televisión, que pasaban un reportaje de los carnavales de Río: "Yo estuve una vez una semana y nunca logré acordarme de lo que hice...". Y se formaba un silencio cómplice y embriagador como una travesura más de las que hizo hasta sus últimos momentos.

Íbamos hacia Évora, siempre íbamos hacia Évora en peregrinación, y las mujeres se empeñaron en que nos pusiéramos debajo de un olivo. Pero un olivo con "dos cojones". Por fin encontramos uno. Era hermoso y viejo como él, derrochando ternura universal. Yo me resistía... "Éste, Manolo, rompe los huevos". Los veía desde lejos llorando, asidos silenciosos con las ramas en las manos de uno de sus últimos brotes. En el silencio del atardecer lusitano se oía la voz quebrada de Alberto: "Y ahora dejadme, que le voy a echar una meadita para que no se olvide de mí".

Hoy, 20 de septiembre, sesenta días después, puedo asegurar que el olivo ha retoñecido.

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