La última voluntad de un presidente
FRECUENTEMENTE SE ha dicho que el presidente Mitterrand, ya en las postrimerias de su mandato, habla al pueblo francés desde la historia, con capacidad -tan envidiable como polémica- de verse a sí mismo como un personaje inscrito en el devenir de la República. Dando una vuelta de tuerca más a esa capacidad y, al mismo tiempo, convirtiéndose de nuevo en actor de la campaña electoral para su sucesión en las presidenciales de mayo de 1995, el presidente francés ha vuelto a tomar la palabra.En una extensa declaración en la televisión francesa, François Mitterrand ha vulnerado valientemente alguno de los más sagrados tabúes de la comunicación en su país. A la vez, hacía un testamento oral de lo que han sido sus casi ya 14 años de mandato y, mucho más importante, dejaba clara la aspiración a diseñar su nicho en el panteón de la historia.
Mitterrand ha querido que su suerte no fuera la del presidente Pompidou, que murió en pleno mandato, en 1974, tras una larga y penosa enfermedad, sin que el Elíseo reconociera en ningún momento lo que se avecinaba. Mitterrand puede concluir o no su segundo septenato, pero, como escribía el director de Le Monde, Jean Marie Colombani, "ha pedido al país que le acompañe en su sufrimiento". Luz y taquígrafos para este epílogo, por tanto, en contra de una arraigada teoría de la comunicación o de la sensibilidad francesa que hace del personaje público un ser casi exclusivamente político.
Las referencias a su pasado como acólito del régimen petainista de Vichy han sido mucho menos convincentes. Su explicación de un colaboracionismo que ni él mismo discute ha estado envuelta en una especie de apelación a la reconciliación de todos los franceses en términos seguramente sinceros, pero un tanto autocompasivos, en la línea de "yo tengo la conciencia tranquila...". Nadie ignora que Mitterrand acabó pasándose a la Resistencia, pero su fidelidad a compañeros de combate vichistas como el infame colaborador René Bousquet, que duró hasta más allá de mediados los años ochenta, dice mucho de su lealtad personal, pero muy poco de su juicio político o incluso de la entereza de sus convicciones ideológicas.
Mitterrand ha intentado en los últimos tiempos, a vueltas con las revelaciones del libro de Pierre Péan sobre ese pasado, algo así como administar la posteridad. Quiere asumir unas revelaciones de gravedad matizada para establecer un dique contra versiones, fidedignas o no, mucho más devastadoras. Francia, en una actitud ante Vichy más libre hoy, tras los procesos contra los nazis Barbie y Touvier, que hace unos años, no parece que se preste fácilmente a ese juego. En definitiva, lo claro es que la versión gaullista de la ocupación -colaboraron los hombres, pero la República, la nación, se salvó y además a Francia la liberaron los franceses- es hoy menos de recibo que nunca en el aniversario del desembarco aliado en Normandía. Es un mito bien administrado y alimentado, pero mito al fin.
El presidente francés entra, en suma, en la historia como vivió en ella. Como un personaje complejo, apasionante, ni ángel ni demonio, con gran dignidad personal, con una máscara o un yelmo de sí. mismo perfectamente cincelado, pero sin impedir que la opinión aprecie que se trata de una máscara, quizá un ríctus, majestuoso, pero con todas las contradicciones del tiempo que le tocó vivir.
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