Profecías
En Rusia venden bombas atómicas por la calle. En muchos lugares del planeta, si compras carne, lo más probable es que te vendan a un primo tuyo. Los americanos anuncian la invasión de Haití como un partido de béisbol. Los haitianos eran hormigas que llegaban a la costa de Florida y allí las sulfataban. Ahora, los americanos han decidido taponar el hormiguero. A pesar de todo, el mundo no acaba de reventar. El apocalipsis se comporta como una mujer veleidosa: la coquetería de las catástrofes excita mucho a los profetas. Para los profetas resulta mortificante que las calamidades con que nos amenazan no se cumplan. Sus errores, lejos de hacerles escépticos, doblan su ira y ellos ensombrecen aún más los vaticinios para provocar la tragedia que es su prestigio. Esta misma ira alimenta a los analistas políticos cuando sus pronósticos de ruina general fallan. Mientras tanto la historia está entrando en agujas: dentro de poco la cólera individual hará contacto con la microelectrónica y tal vez con este encuentro cambiará nuestra vida. Hasta ahora, la maldad unida a la alta tecnología había producido grandes guerras que con el tiempo se han hecho más rápidas, más asépticas, más mortíferas, pero hoy venden bombas atómicas en las calles de Moscú en forma de matriuskas y dentro de poco cualquier ser cabreado podrá fabricar un misil en el garaje. Todos somos sospechosos. A uno ya lo cachean hasta en las pastelerías. En cada esquina de la ciudad hay una cámara que graba tu pleura cuando pasas y uno se va haciendo más transparente a medida que el poder es más opaco. Cualquier pieza mecánica también es sospechosa: por eso lleva un número de fábrica que identifica su destino. Muchos tornillos van directos al corazón de los guardias. Toda frustración privada podrá tener muy pronto un armamento, una química explosiva a su servicio. Mientras eso llega, uno mañana puede elegir dos espectáculos: asistir a la invasión de Haití o contemplar todavía las aves que ahora están volando hacia África.
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