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Nunca se defiende a gusto de todos

El 15 de marzo, Álvaro Gil-Robles, que acaba de cumplir 50 años, cesaba como Defensor del Pueblo, tras cinco años al frente de la institución y otros cinco como adjunto de Joaquín Ruiz-Giménez. El hecho de que dejara el cargo sin que hubiera consenso sobre su sucesor, y medio año después siga sin haberlo, de muestra que los par tidos se ponen más fácilmente de acuerdo sobre quién no debe ser Defensor del Pueblo que sobre quién debe serlo. Resulta paradógico que Gil-Robles, a quien se acusó de haber aprovechado la caída de Ruiz-Giménez para hacerse con el cargo desde una forzada interinidad, haya acabado siendo víctima de las mismas circunstancias que acabaron con su antiguo jefe. Al igual que ocurriera a Ruiz-Giménez con la ley antiterrorista, la negativa de Gil-Robles a recurrir la ley de Seguridad Ciudadana, más tarde declarada parcialmente inconstitucional, le granjeó la desconfianza de buena parte de la oposición, en este caso Izquierda Unida y Partido Popular. El Gobierno, sin embargo, no se empeñó en la batalla por su continuidad, aduciendo la falta de consenso.Gil-Robles, redactor de la ley que regula las atribuciones del Defensor del Pueblo, debía saber que su competencia para plantear recursos ante el Tribunal Constitucional compartida sólo con el Gobierno, las comunidades autónomas y un mínimo de 50 parlamentarios era una espada de doble filo y una fuente permanente de resentimientos.

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