Un asunto de honor
Capitulo 5 Llegan los malos
Relato de Era una noche tranquila, de esas en las que no se mueve ni una hoja, y la claridad que entraba por la ventana silueteaba nuestras sombras encima de las sábanas en las que. no me atrevía a tumbarme. Se preguntarán ustedes de qué iba yo, a mis anos y con las conchas, que dan el oficio de camionero, ano y medio de talego y una mili en Ceuta. Pero ya ven. Aquel trocito, de carne desnuda y tibia que olía a crió pequeño re cién despierto, con sus ojos grandes y negros mirándome a un palmo de mi cara, era hermoso como un sueño. En la radio, Manolo Tena cantaba algo sobre un loro que no habla y un reloj que no funciona, pero aquella noche a mí me funcionaba todo de maravilla, salvo el sentido común. Tragué saliva y dejé de eludir sus ojos. Estás listo, colega, me dije. Listo de papeles. -¿De verdad eres virgen? Me miró como sólo saben mirar las mujeres, con esa sabiduría irónica y fatigada que ni la aprenden ni tiene edad porque la llevan en la sangre, desde siempre.
-¿De verdad eres así de gilipollas? -respondió.
Después me puso una mano en el hombro, un instante, como si fuésemos dos compañeros charlando tan tranquilos, y luego la deslizó despacio por mi pecho y mi estómago hasta agarrarme la cintura de los tejanos, justo sobre el botón metálico donde pone Levi's. Y fue tirando de mí despacio, hacia la cama, mientras me miraba atenta y casi divertida, con curiosidad. Igual que una niña transgrediendo límites.
-¿Dónde has aprendido esto? -le pregunté.
-En la tele.
Entonces se echó a reír, y yo también me eché a reír, y caímos abrazados sobre las sábanas y, bueno, qué quieren que les diga. Lo hice todo despacito, con cuidado, atento a que le fuera bien a ella, y de pronto me encontré con sus ojos muy abiertos y comprendí que estaba mucho más asustada que yo, asustada de verdad, y sentí que se agarraba a mí como si no tuviera otra cosa en el mundo. Y quizá se trataba exactamente de. eso. Entonces volví a sentirme así como blandito y desarmado por dentro, y la rodeé con los brazo: besándola lo más suavemente que pude, porque temía hacerle daño. Su boca era tierna como nunca había visto otra igual, y por primera vez en mi vida pensé que a mi pobre vieja, si me estaba viendo desde donde estuviera, allá arriba, no podía parecerle mal todo aquello.
-Trocito -dije en voz baja.
Y su boca sonreía bajo mis labios mientras los ojos grandes, siempre abiertos, seguían mirándome fijos en la semioscuridad. Entonces recordé cuando estalló la granada de ejercicio en el cuartel de Ceuta, y cuando en el Puerto quisieron darme una mojada porque me negué a ponerle el culo a un Kie, o aquella otra vez que me quedé dormido al volante entrando en Talavera y no palmé de milagro. Así que me dije: suerte que tienes, Manolo, colega, suerte que tienes de estar vivo. De tener carne y sentimiento y sangre que se te mueve por las venas, porque te hubieras perdido esto y ahora ya nadie te lo puede quitar. Todo se había vuelto suave y húmedo, y cálido, y yo pensaba una y otra vez para mantenerme alerta: tengo que retirarme antes de que se me afloje el muelle y la preñe. Pero no hizo falta, porque en ese momento hubo un estrépito en la puerta, se encendió la luz, y al volverme encontré la sonrisa del portugués Almeida y un puño de Porky que se acercaba, veloz y enorme, a mi ca beza.
Me desperté en el suelo, tan desnudo como cuando me durmieron, las sienes zumbándome en estéreo. Lo hice con la cara pegada al suelo mientras abría un ojo despacio y prudente, y lo primero que vi fue la minifalda de la Nati, que por cierto llevaba bragas rojas. Estaba en una silla fumándose un cigarrillo. A su lado, de pie, el portugués Almeida tenía las manos en los bolsillos, como los malos de las películas, y el diente de oro le brillaba al torcer la boca con malhumorada chulería. En la cama, con una rodilla encima de las sábanas, Porky vigilaba de cerca a la niña, cuyos pechos temblaban y tenía en los ojos todo el miedo del mundo. Tal era el cuadro, e ignoro lo que allí se había dicho mientras yo sobaba; pero lo que oí al despertarme no era tranquilizador en absoluto.
-Me has hecho quedar mal -le decía el portugués Almeida a la niña-. Soy un hombre de honor, y por tu culpa falto a mi palabra con don Máximo Larreta... ¿Qué voy a hacer ahora?
Ella lo miraba, sin responder, con una mano intentando cubrirse los pechos y la otra entre los muslos.
-¿Qué voy a hacer? -repitió el portugués Almeida en tono de furiosa desesperación, y dio un paso hacia la cama. La niña hizo ademán de retroceder y Porky la agarró por el pelo para inmovilizarla, sin violencia. Sólo la sostuvo de ese modo, sin tirar. Parecía turbado por su desnudez y desviaba la vista cada vez que ella lo miraba.
-Quizá Larreta ni se dé cuenta -apuntó la Nati- Yo puedo enseñarle a esta zorra cómo fingir.
El portugués Almeida movió la cabeza.
-Don Máximo no es ningún imbécil. Además, mírala.
A pesar de la mano de Porky en su cabello, a pesar del miedo que afloraba sin rebozo a sus ojos muy abiertos, la niña había movido la cabeza en una señal negativa.
Con todo lo buena que estaba, la Nati era mala de verdad; como esas madrastras de los cuentos. Así que soltó una blasfemia de camionero.
-Zorra orgullosa y testaruda -dijo, como si mascara veneno.
Después se puso en pie alisándose la minifalda, fue hasta la niña y le sacudió una bofetada que hizo a Porky dejar de sujetarla por el pelo.
-Pequeña guarra -casi escupió- Debí dejar que os la follarais con trece.
-Eso no soluciona nada -se lamentó el portugués Almeida-. Cobré el dinero de Larreta, y ahora estoy deshonrado.
Enarcaba las cejas mientras el diente de oro emitía destellos de despecho. Porky se miraba las puntas de los zapatos, avergonzado por la deshonra de su jefe.
-Yo soy un hombre de honor -repitió el portugués Almeida, tan abatido que casi me dio gana de levantarme e ir a darle una palmadita en el hombro- ¿Qué voy a hacer ahora?
-Puedes capar a ese hijoputa -sugirió la Nati, siempre piadosa, y supongo que se refería a mí. En el acto se me pasó la gana de darle palmaditas a nadie. Piensa, me dije. Piensa cómo salir de ésta o se van a hacer un llavero con tus pelotas, colega. Lo malo es que allí, desnudo y boca abajo en el suelo, no había demasiado que pensar.
El portugués Almeida sacó la mano derecha del bolsillo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.