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Motril: chiringuito

Aquien busca la verdad no se le puede exigir que la encuentre".Recién llegados, un interlocutor nativo nos advirtió: "Este pueblo está dejado de la mano de Dios". Un personaje de la burocracia regional, nacido aquí, declara: "Ser de Motril es un don, y es una forma de llevar una sensibilidad de mar, de olores, de colores, de territorio, de geografía". Esto es muy bonito. Otro prohombre del pueblo, en el periódico semanal El Faro recuerda que para cubrir los 70 kilómetros que separan a Motril de Granada, se necesitan cinco horas en fechas punta. Otro interlocutor nos informa: "Por aquí Cristo pasó en burra, no pudo hacerlo de otro modo". Nosotros para dar en Motril recorrimos 80 kilómetros viniendo de Málaga, desgraciados, por una carretera amenazante, mortales.

Hay carteles de tamaño regular que representan a un niño y a una niña chiquitines, muy ataviados no se sabe si a la usanza regional o qué. También se ve una barca y el fondo del cartel es de suponer que es el mar; todos los carteles dicen: "Ven a Coconuts, chiringuito de playa, playa de Poniente, Motril". Se acerca un camarero, o que ejerce de tal, y muy airoso y seguro de sí mismo nos deja el menú forrado con plástico encima de la mesa; se va zumbando; vuelve a aparecer y le encargamos una paella, y para esperar divirtiéndonos le decimos: "Aquí huele a sardinas, luego hay sardinas". Y nos responde, seco: "Sí". Y le pedimos: "Por favor, ¿nos puede asar dos sardinas en espera de la paella?". No transcurrió ni un minuto y nos echó encima de la mesa cuatro sardinas con dos rajitas de limón; a propósito, la música del altavoz dispara con inquina algo que recuerda alguna familia del pop; un niño de la mesa de al lado, que no pasa de los cinco años, aprovecha para moverse descoyuntándose como si ritmara la música; su padre sorbe lentamente la taza de café; a su madre mira extasiada al crío. Viene el mocetón /camarero a retirar el plato de las sobras y nos, interroga: "¿Qué bebe?". Le preguntamos: "¿Qué vinos tiene?". Responde: "Todos". Le inquirimos sobre algún blanco y ni lo duda: "No, vinos de esos no tenemos; hay cerveza, Coca-Cola, manzanilla fría...". Le solicitamos una botella de agua del tiempo. Ipso facto nos sirvió una botella de litro y medio de la marca Zambra, agua mineral natural. Marca nos pone a la última hora de Cruyff, de Valdano, de Lendoiro, Simeone, Caminero y otros hierbas. ¡Llega la paella! Es mil millones de veces más honrada que todos los chicos made in PSOE, aledaños, y otros parajes políticos o parapolíticos. La desdichada servilleta de papel la hemos arrugado tanto, la hemos morreado con tal escarnio, que ya no queda servilleta: sólo se aprecia encima de la mesa un pingajo sin identidad. Nos hemos atrevido a pedirle otra servilleta a nuestro vis a vis; y muy solícito nos ha servido cuatro servilletas blancas en un plato de postre. ¡Aleluya! En este momento en el chiringuito hay bastantes jóvenes con perilla a lo Caminero; están llenas dos mesas de seis personas, una de nueve y tres de tres; eso en nuestro entorno, pero hay mucho personal aquí, muy tostado y al acecho de la paella; se habla, se grita, los chillidos salen como cohetes y nos gustaría anotar algo, pero la música reduce a berrido cualquier perorata ajena.

Una señora, Andrea, su hija Anastasia y su nieta Martina, se acercan a nosotros porque al lado está el congelador, y la niña quiere un comete de fresa; se lo hemos querido regalar, pero la abuela, motrileña, ha dicho no rotundamente. Las moscas son invencibles ahora; el sol hace un discurso de academia. Dicen que pasea por aquí la reina Fabiola vestida de blanco -y empañuelada. No la hemos percibido. La gente de primera línea de la playa recupera poco a poco sus pertenencias. La mayoría de los cientos de coches aparcados al borde de la arena llevan matrícula de Granada, de Jaén algunos, y menos de Madrid y franceses.

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