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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Padres e hijos

EL TRISTE hábito de leer reiteradas noticias sobre niños maltratados empieza a romperse con una, igualmente triste, réplica: los casos de padres acosados fisicamente por sus hijos adolescentes. La semana pasada se descubrió en Alicante que un chaval había asesinado a sus progenitores porque le regañaban en exceso.En Japón, esta situación ya tiene rango estadístico. El 5% de los niños y adolescentes en tratamiento psiquiátrico en aquel país lo están por haber maltratado a sus mayores. La tópica imagen angélica de los niños está hecha añicos desde hace mucho, pero más sorprendente es esta revuelta cruenta contra el ejercicio de la patria potestad. Indudablemente, estos episodios no quitan ni una pizca de dramatismo al terrible recuento de niños apaleados, torturados, ni alivia la responsabilidad penal de las bestias humanas que son capaces de zurrar, incluso hasta la muerte, a un indefenso.

Las noticias sobre estos hijos tan rebeldes como sangrientos han sido vividas básicamente, por ahora, entre las clases medias y acomodadas. Al margen de que esta tragedia puede permanecer con más facilidad en la penumbra cuando sus protagonistas sobreviven en la marginación, no es desechable que estas reacciones que pueden llegar al clímax criminal estén protagonizadas por adolescentes que siempre han tenido cubiertas sus necesidades y cuyos padres sólo sueñan el mejor de los mundos para sus pupilos. Pero algunos de estos legítimos sueños paternos exigen un exagerado ánimo competitivo, la necesidad de ser el mejor para asegurarse el futuro triunfo social. Y algunos de estos hijos ni comparten ni resisten esa presión familiar: se revuelven contra quienes les imponen un mandato para sobrevivir socialmente que les lleva al agotamiento y al trastorno.

El ejercicio de la fuerza acostumbra a ir asociado al ejercicio del poder. En el círculo familiar, por esa misma razón, no es extraño que los maridos hayan protagonizado con más reiteración que las esposas situaciones de acoso físico y psíquico a sus cónyuges. Y que haya más casos de padres que ultrajan a sus hijos que situaciones inversas.

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La aparición, significativa en las estadísticas, de adolescentes que maltratan a sus mayores refleja, por eso mismo, un cambio de rol en este sector de la población. Un sector que es constantemente adulado y, al mismo tiempo, engañado sobre sus horizontes. Su creciente capacidad de consumo los ha conVertido en clientes que deben recibir los debidos halagos, y se ha llegado a construir una falsa mítica sobre su poderío y carga de futuro. Cuando llega la desesperanza llega el conflicto. A ello se añade la prolongación forzosa de la estancia de los hijos en el hogar familiar, con las tensiones que crea este hospedaje de un hijo que ha crecido, es o se siente adulto, y sigue recibiendo un trato poco avisado sobre su mayoría de edad.

Que las estadísticas más llamativas sobre este fenómeno se produzcan en Japón no es de extrañar, dadas las rigideces de la estructura familiar. La ruptura de algunos rituales de sumisión doméstica, que en Occidente ni se comprenden ni se comparten, aumenta allí las chispas del conflicto.

Pero más allá de lo significativo de estas noticias sobre hijos agresivos o de su mayor o menor concentración en determinados ambientes o sociedades, lo preocupante es la instalación de una cultura de la violencia para resolver conflictos o aliviar el hastío, cualquiera que sea la edad de sus protagonistas y su papel familiar, padres o hijos.

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