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Diálogo o muerte

El 28 de mayo comparecieron en Estocolmo, convocados por el Centro Internacional Olof Palme, 11 escritores cubanos, cinco que viven y trabajan en Cuba (Miguel Barnet, Pablo Armando Fernández, Reina María Rodríguez y Senel Paz) y seis en el exterior (Heberto Padilla, Jesús Díaz, Lourdes Gil, José Triana, Manuel Díaz Martínez y el que esto escribe) en un seminario moderado por el vicepresidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Parlamento sueco, Pierre Schori, bajo el título La bipolaridad de la cultura cubana. Los 11 allí reunidos teníamos sólo dos cosas en común: éramos escritores y habíamos nacido en la isla de Cuba.Tres días de intensas discusiones internas culminaron en lo que ha venido a llamarse la Declaración de Estocolmo. Para mí personalmente era la culminación de una labor de varios años; yo fui el gestor del encuentro y su coordinador junto al equipo del Centro Internacional Olof Palme. La idea que me movió a realizar el proyecto fue la siguiente: en un momento histórico en que las posiciones son cada vez más inexorables, con el recrudecimiento del embargo norteamericano por una parte y, por la otra, la consigna de Fidel Castro, "socialismo o muerte" propiciar un encuentro entre entre escritores cubanos de ambas trincheras de nuestra cultura sería un paso hacia la sensatez y la reconciliación. ¿Por qué no atrevernos a dialogar acerca del papel de la literatura (y de nosotros mismos) en el proceso de democratización de Cuba e n el nuevo orden mundial Surgido tras el desmerengamiento del bloque socialista, o al menos sentarnos a conversar en un clima de tolerancia?

Entre la reaccionaria Fundación Cubano-Americana (cuyas armas son la confrontación y el embargo) y el dogmático Partido Comunista de Cuba se debate el muy sufrido pueblo de Cuba; y es al pueblo a quien representamos: en la lengua, en nuestras tradiciones, en las representaciones verbales de nuestra identidad. Se trataba entonces de ir más allá del odio que ha dividido y paralizado a los intelectuales cubanos y, por primera vez en 35 años, mirar de frente al enemigo. Acudir a Estocolmo requirió independencia de criterio y una gran valentía cívica, pues era exponernos a una situación inédita al aceptar, de ambas partes, sentarnos a la misma mesa que ese supuesto enemigo.

Las discusiones fueron cariñosas y violentas. Aquella sala de reuniones se convirtió en una Cuba en miniatura. Gritamos y nos desahogamos sacando a relucir viejas rencillas de ambas partes, pero siempre con argumentos y no con armas. La fuerte carga emocional acumulada provocó exabruptos que impidieron un intercambio más sosegado de ideas, cosa humana y necesaria; pero la sombría sensación de que nosotros, 11 creadores cubanos representativos de la cultura cubana actual, al mismo tiempo queríamos reconciliarnos y destruirnos me llevó a la certeza del único camino que le resta a Cuba: el diálogo o la muerte.

Todos tenemos que empezar a perdonar. Si tal es el rencor de los que nos dedicamos a la literatura -que siempre debería ser un acto de paz-, ¿qué puede esperarse de los que sólo confían en las soluciones totales? ¿Cuántas muertes a la García Lorca habrá en Cuba? La certidumbre de que pese a todo el resentimiento, el revanchismo y la sobresaturación ideológica pertenecíamos a una misma nación querida y escindida se nos metió en los huesos con dolor. El embargo de Estados Unidos contra Cuba gravitó sobre nosotros como un elemento de indecencia, como una injusticia histórica que emocionalmente nos unió. Un fax recibido de la Oficina de Asuntos Cubanos del Departamento de Estado Norteamericano, firmado por un political officer, Bob Fretz, en el que burlonamente se nos recordaba que estábamos siendo observados, nos pareció a la mayoría de los reunidos una grosera intromisión en nuestros asuntos, un insólito escarnio. ¿No estamos hartos de los comisarios políticos cuya profesión es observarnos?

Los resultados de Estocolmo tenían que ser forzosamente modestos. El hecho en sí de que ahora se nos exija que planteáramos y resolviéramos, en tres días, todos nuestros diferendos revela la enorme necesidad de este tipo de encuentros. ¡Por cada día de reunión había más de diez años de antagonismo! Sólo en tomo a dos puntos logramos un consenso: que se levante incondicionalmente el embargo contra Cuba; que la cultura cubana es una e indivisible: tanto la producida en el exterior como en la isla pertenece a la herencia de la nación. Una sola cultura; un solo pueblo. Ya no hay gusanos y comunistas: hay cubanos. En 1980, cuando 10.000 cubanos ocuparon la Embajada de Perú y 250.000 desfilaron para repudiarlos, el Granma escribió: "Éste es el verdadero pueblo". En Estocolmo quedó establecido que el verdadero pueblo es tanto el que se escapa en una embarcación como el que lo ametralla desde otra. Tan cubano es el que defiende una idea como la otra. Ésa es la imponente dimensión de nuestro drama nacional. Ésa es la responsabilidad que emana de la Declaración de Estocolmo.

Ninguna de las dos partes tiene toda la razón. El diálogo no es sólo entre el exilio y la revolución; el exilio tiene que sentarse a dialogar con las tendencias que lo atomizan, lo cretinizan y lo envenenan, y la revolución tiene que abrir la mano y liberalizarse. A la sombra de las rimbombantes verdades absolutas, tanto las de Cuba como las de Miami, pululan las vergonzosas mentiritas relativas. El encuentro de Estocolmo fue ácidamente atacado en la prensa de Miami. A mí me tildaron de "agente castrista"; al Centro Olof Palme, de haber sido "comprado por Castro". Que los aguerridos comodones sigan despotricando contra Fidel Castro. A mí Fidel no me interesa porque el drama del pueblo cubano va más allá de un líder o de una ideología. A mí me interesa la extraordinaria poetisa Reina María Rodríguez, a quien no le da la gana de irse de Cuba porque tiene una terraza desvencijada en la calle de las Ánimas, cuatro hijos que no tienen leche y nueve gatos que el barrio persigue para zampárselos, y me interesan el montón de jóvenes poetas maravillosos, hambrientos y dignos que la rodean, mientras sueñan con una Casa de la Poesía de La Habana y se preparan para cambiar lo que nos rodea sin que nadie los ayude. Si no buscamos un compromiso histórico para la reconstrucción nacional, la guerra será feroz: ésa es la verdadera cuenta que nos pasará la historia. A ver si el muro que llevamos dentro empieza al fin a resquebrajarse, antes de que los vecinos de la calle de las Ánimas devoren los nueve gatos de Reina María.

René Vázquez Díaz es escritor cubano afincado en Suecia. Su novela La isla del cundeamor será próximamente publicada por Alfaguara.

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