Triste y sola
En el verano de 1987, todos teníamos ya 30 años. Quiero decir: todos éramos, conscientes de que nuestra juventud se acababa. Quizá por eso, aquel verano llegó a nosotros con una especie de melancolía de otoño anticipada.Pese a ello, cuando llegó el momento, todos nos fuimos de vacaciones como si no pasara nada. Unos se fueron al mar, a casa de algún amigo o al chalé de verano de sus padres; otros se fueron al campo; otros volvieron a casa, y otros, como Kerstin y yo, nos fuimos a hacer el viaje con el que todo el año habíamos estado soñando (ese año a su país, que yo estaba deseando conocer y ella rabiando por enseñarme). La víspera de mi partida encontré a Emiliano en El Limbo. Él no se iba a ninguna parte. A él lo único que le gustaba era Madrid, y más en el verano, cuando apenas quedaba nadie.
-Hazme caso -me dijo, con su habitual gesto escéptico, mientras me ofrecía un cigarro- Éste es el único lugar del mundo realmente interesante.
Encendí el cigarrillo y me quedé mirándolo. Emiliano llevaba en Madrid muchos años, tantos que ni él mismo los recordaba. Era, de todos nosotros, con diferencia, el más veterano. Había venido muy joven, desde Zamora, que era su tierra de origen, a trabajar en una cerámica, y desde entonces nunca más había vuelto a irse de Madrid, salvo para hacer la mil¡, y, muy de tarde en tarde, para ir a visitar a sus hermanos. Hacía años ya que había perdido a sus padres.
Hacía un calor sofocante. Durante todo el día, la tormenta había rondado la ciudad. sin conseguir desatarse y, ahora, el asfalto desprendía un vaho espeso y caliente que se pegaba a la piel como si fuera una pasta. La puerta del local estaba abierta y los ventiladores funcionando a todo gas, pero hacía tanto calor que apenas podía aguantarse. Pensé que era una broma que el bar se llamase El Limbo.
-Todo es acostumbrarse -dijo Emiliano- Duermes de día y por la noche sales.
-O sea -respondí yo-, como todo el año.
-Ya -dijo él-. Pero en verano no hay nadie.
Arturo, el camarero, nos trajo unas cervezas, y Emiliano, tras lanzar un vistazo a la barra en la que apenas cuatro clientes bebían por separado (todavía era temprano), añadió muy filo sófico:
-Mira, Julio: Madrid es como Salamanca. Cuando mejor está es cuando se queda sola. -Y triste -le dije yo para redondear la frase.
-Ya -dijo él-. La ventaja de Madrid es que no hay ni cursos de verano.
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