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El regreso de Rusia

Antonio Elorza

La escena hubiera sido difícil de imaginar hace un año, cuando aún se especulaba con la extensión del proceso disgregador a la Federación Rusa y seguían en alto las espadas entre Yeltsin y el Parlamento dirigido por Jasbulátov. Ahora, tras los saludables efectos de los cañonazos de otoño y del espantajo Zhirinovski, Yeltsin es acogido por el club de los siete grandes y se convierte en pieza clave para la resolución (?) del conflicto de Bosnia, mientras conserva las manos libres para actuar a su antojo en el espacio de la antigua URSS y recibe la seguridad de que ninguna ex democracia popular tendrá entrada en la OTAN. En medio del caos que impera en la política exterior de Bill Clinton, si hay algo claro es el apoyo resuelto a Yeltsin, admitiendo su política de reconstrucción nacionalista como un precio a pagar para eludir males mayores. Así, en vez de la Rusia en ruinas vaticinada en la primavera de 1993, tenemos delante la reaparición de una gran potencia de perfiles ideológicos difusos-yano hay fidelidad al zar ni justificación p9r la causa del comunismo-, pero con signos claros de continuidad en relació n a esas épocas pasadas.Para empezar, los nuevos países de la ex- URSS no son vistos como algo separado: son blijnee zarubejie, el extranjero próximo, y para ellos muy pronto el nacionalismo granruso" por boca del parlamentario Ambarzumov, acuñó una especie de doctrina Monroe, en cuanto área reservada para la hegemonía rusa, que el resto del mundo debía respetar. En la práctica, tal y como se dibuja hoy en el espacio de la CEI, la política de Yeltsin equivale para los socios menores a una reposición del viejo concepto de, la soberanía limitada que rigiera para las democracias populares en la era de Bréznev. No son relaciones entre iguales, ni siquiera respecto de las repúblicas bálticas, externas a la CEI. Yeltsin acaba de recordárselo a Estonia: o acepta sus condiciones para los residentes rusos o la retirada de tropas rusas no tendrá lugar. Para los miembros de la CEI se reserva el derecho de intervención rusa, incluso militar. Y esa posición hegemónica encuentra un refuerzo en la profunda crisis que afecta a las economías de los países separados en 1991. Sí entonces la independencia fue, para Bielorrusia o Ucrania, un supuesto recurso de salvación ante el desplome económico de la URSS, ahora se dan las circunstancias descritas por fray Luis de León en el apólogo del sabio miserable: comparativamente, la vida en Moscú es un paraíso para el habitante de Kiev o Minsk. Los hijos pródigos vuelven a casa tras la desastrosa experiencia solitaria. Los rusos blancos ya lo han hecho y Yeltsin ha aceptado pagar la enorme factura que para Rusia representa la reunificación monetaria. Por fin, las elecciones presidenciales han probado que ni siquiera la resistencia nacionalista ha constituido un obstáculo válido para evitar que Ucrania emprenda la misma senda.

El plato roto en las navidades de 1991 va recomponiéndose a marchas forzadas. No cabe duda de que esa inesperada tendencia se ha visto fortalecida por un contexto de crisis internacional, donde la impotencia occidental en Bosnia se tradujo en ocasión para Yeltsin de un afortunado ejercicio de paneslavismo, de apariencia pacifista, y por el lógico derrumbamiento económico de los restantes componentes de la ex URSS. Pero también cuenta con el éxito de una política intervencionista que tendía a recordar a los díscolos, de ser preciso con el uso de la fuerza, que no cabía otra independencia que la tutelada desde Moscú y en el marco de la CEI. Stalin ganaba así, curiosamente, una batalla póstuma, quedando clara la utilidad de su tratamiento administrativo del problema nacional, de modo que ninguna pieza pudiera moverse sola en el tablero sin otra que la contrarrestase y diera pie a la injerencia del centro. Transdinstria en armas frente a Moldavia, los abjacios contra Georgia, la guerra civil en este país, armenios contra azeríes, fueron otros tantos episodios de final convergente. Y con especial éxito en el caso moldavo, logrando invertir la inclinación inicial a reunificarse con Rumania. Quizá no se trataba ya de hijos pródigos, sino de ovejas descarriadas, pero el punto de destino fue siempre el mismo: el redil de la CEI (y el reconocimiento de la presencia militar rusa en los jóvenes países independientes).

Queda sólo por resolver el espinoso problema de las minorías rusas dispersas por la antigua URSS, de Estonia al Kazajistán. Es un tema sumamente sensible para la opinión pública rusa, preocupada por las discriminaciones reales que sufren estos 25 millones de compatriotas, pero sin pararse en ningún momento a pensar que algunas de esas emigraciones tienen bastante que ver con los pasados imperialismos, zarista y estaliniano. Son los nuestros (nashe) y basta. Más que la emoción suscitada por las amenazas occidentales sobre Serbia, su defensa alienta el nacionalismo y el militarismo en la conciencia social rusa de hoy.

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De hecho, una reciente encuesta del Instituto de Marketing e Investigación Social muestra hasta qué punto el nacionalismo resulta el principal agente de cohesión social. Ya en la sima política de comienzos de 1993 sorprendía que una sociedad en pleno marasmo, golpeada por la pésima situación económica, que desconocía en qué sistema económico vivía y creía estar gobernada por la mafia antes que por Yeltsin, arrojara un 39% de respuestas positivas al mantenimiento de Rusia como gran potencia. Ahora esa orientación se ha intensificado. Un 77% de los rusos considera deseable la resurrección de la URSS, un 79% exhibe su orgullo de ser ruso (un 54% "porque sí) y un 80% opta por un desarrollo histórico basado en los valores y tradiciones propias. Una vez más, la eslavofilia se impone al occidentalismo. Ciertamente, eso no significa desear el regreso de los zares, una dictadura militar o el poder para Zhirinovski, pero sí la preferencia por un poder fuerte, personalizado (63%), acompañada de una tajante desconfianza frente a los cauces de participación y las instituciones representativas (Parlamento, partidos). En un marco de estimaciones desfavorables para. todo el marco institucional vigente, únicamente el Ejército alcanza una valoración positiva.

En su estudio clásico del capitalismo norteamericano, John Galbraith partía de recordar que el abejorro se permitía volar, vulnerando las leyes de la física. La Rusia poscomunista puede ser, un segundo ejemplo de esa anomalía. Sin llegar al imperialismo harapiento propuesto por Zhirinovski, cabe augurar a corto plazo un cierto equilibrio entre una vía mafiosa al capitalismo, capaz de convertir al antecedente siciliano en un cuento de niños, los intereses del complejo industrial-militar, y un poder central, impotente incluso para recaudar impuestos (de ello se encargan las mafías), pero con una creciente proyección exterior, apoyado en ese sentimiento nacionalista donde se conjugan nociones forjadas antes de 1917 con tácticas y justificaciones de procedencia comunista. El respaldo occidental, diplomático y económico, significativainente ignorado por los nacionalistas rusos, garantizaría, como ha ocurrido en este último año, la viabilidad del experimento.

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