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¿Consejo de usar y tirar?

Si el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de este periodo está llamado a tener un lugar en la historia, será por el discutible mérito de haber carecido de política y espacio propios en la vida pública española durante un tiempo que va ya para dos lustros. Por haber sido el protagonista de una frustración lamentable, producida no sin consecuencias para la justicia y para el desarrollo de esta maltratada democracia. Porque, en efecto, el CGPJ, después de la profundísima reforma de 1985, con objeto -dijeron sus autores y un nutrido coro de juglares orgánicos- de reconducirlo al álveo de la soberanía popular mediante la designación parlamentaria de todos sus componentes, quedó pura y simplemente aparcado, con escasa capacidad de autonomía y un escandaloso vacío de atribuciones.Ya entonces no faltaron voces de alarma, algunas tan autorizadas como la del Tribunal Constitucional, advirtiendo de los riesgos de un diseño que desplazaba el centro de gravedad del gobierno de la jurisdicción a un ámbito bastante menos dorado de lo que se predicaba: el de la economía doméstica de los núcleos del poder partidista, un mercado escasamente transparente, regido por el más descarnado do ut des, donde, como se ha demostrado, toda instrumentalización tenía y tiene su asiento.

El fin entonces buscado no fue otro que la concentración de (más) poder en una zona, a veces externa a la topografía estatal, franca de controles (exponente de eso que luego se ha llamado guerrismo). El efecto inmediato: hacer posible una operación de corto alcance centrada en la sustitución de la cúpula judicial, con el único argumento de que la misma no era sino el reducto de cierto conservadurismo residual y un obstáculo para el cambio que se avecinaba.

El guiño del pragmatismo ex parte populi hizo fortuna entre una izquierda pobre en cultura emocrática de las instituciones, y la garantía de la eficacia política de la medida apareció enseguida reforzada por el fragor de la reacción provocada en la derecha, por lo demás, como es usual, más atenta a sus intereses estratégicos que a la suerte de los principios invocados con apocalíptico lenguaje de cruzada.

El resultado es bien conocido, al fin todos a repartir: te doy aquí para recibir allí, y eso tanto en la configuración del órgano como en la práctica cotidiana de la ulterior actividad de gobierno judicial. Una y otra como proyección casi mecánica de las vicisitudes en curso de la política general. Es decir, como pura y simple disolución de las primeras en la segunda.

Hasta qué punto esto ha sido así lo pone de manifiesto la propia composición personal del CGPJ del lado de la mayoría en sus dos últimos mandatos: el intenso ir y venir -en procesión casi- desde La Moncloa y su ámbito de influencia hasta el mismo y viceversa, en movimiento evocador de una lógica más de confusión que de división de poderes. Importando bien poco, y en eso estamos, que el Consejo, después de usado, pudiera quedar como ahora está, tirado y en patética situación de desguace. Un drama que habría justificado hace mucho tiempo, y no sólo por eventuales dificultades de quórum, la ya tardía angustia de su presidente.

Como cabía prever, dependencia-pecado original y vacío de competencias no podían llevar a la institución más que a la pérdida de tensión vital, al colateralismo, a la burocratización y a la rutina. Éstas, unidas a un modo de hacer presidido por el gusto por el secreto y el decisionismo inmotivado, desencadenaron el imparable proceso de deslegitimación que ha tenido su efecto más visible en los recientes sucesos de Bilbao. Pero que conoció, quizá, su apoteosis en el caso de Eligio Hernández, donde la actuación del Consejo no se decantó precisamente del lado del derecho, sino mucho más tácticamente ex parte principis, con el penoso resultado que se conoce.

Aunque por razones diversas, sobre las dos etapas de la vida del Consejo -antes y después de 1985- ha pesado el mismo lastre: una sensible falta de pluralismo debida al marcado desequilibrio de la correlación de fuerzas internas en favor de un sector ultramayoritario. Antes de 1985, por el privilegiado tratamiento electoral dado por la derecha a la derecha judicial; después y hasta aquí, por mor de la proyección de la mayoría socialista. Tanto en un caso como en otro, intereses ajenos a los constitucionales de gobierno de la jurisdicción acabaron por imponerse de la forma aplastante en que suele hacerlo el poder cuando falla la idea de límite.

En ambos supuestos, se vio frustrado el propósito subyacente a la genuina idea del Consejo, que buscaba tanto sustraer la jurisdicción a la influencia del Ejecutivo como evitar un mandarinato de los jueces y acabar con su organización vertical en carrera. Conjugar la contribución de éstos, desde su espacio profesional no directamente político, con la procedente de los representantes políticos de los intereses generales. Propiciar un juego fluido de las posiciones representadas en cada sector por la incidencia del movimiento asociativo, en un caso, y del pluralismo expresado por los partidos, en el otro. Todo con publicidad y transparencia.

Así ha resultado que si la UCD y la Asociación Profesional de la Magistratura provocaron con el primer desarrollo constitucional en la materia un Consejo de dimensión corporativa-judicial, el PSOE de la ley orgánica de 1985 produjo un modelo, asimismo corporativo, sólo que de clase política, que -por algo será- hace ahora las delicias de Berlusconi, que querría importarlo. En poco tiempo, dos experiencias tan ricas en contenido negativo que si lo del impulso democrático y lo del propósito regeneracionista fueran otra cosa que simples hojas de parra para vestir las vergüenzas de dos pragmatismos igualmente instrumentalizadores, tal vez pudiera alimentarse alguna esperanza.

En todo caso, hay un dato de estas vicisitudes que bien merece ser retenido por los que querrían sinceramente algo distinto: de aquellos polvos... estos Iodos. Porque si algo no desmiente este Consejo es la paternidad: el hecho de ser fruto de una operación que, solamente no-inconstitucional, se ha demostrado bien pobre como factor de democracia. Y es que en este terreno no valen atajos y, cuando se toman, no llevan a ninguna parte.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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