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Dentro de seis años, ¿que siglo?

A seis años del año 2000, no sabemos lo que dominará el siglo XXI: hemos perdido nuestras referencias y estamos buscando un sentido. ¿Lo dicen todos? Lo piensan todos. Fin de siglo, fin de milenio, fin de las utopías, ¿en qué apoyarse? ¿Ha muerto Dios? No para todo el mundo, desde luego, pero cuando se le hace vivir no da las mismas respuestas a todos. Sin duda, Marx no está tan muerto como dicen, pero su manojo de llaves está demasiado ensangrentado como para no dudar en utilizarlo. ¿La modernidad? No es que la palabra esté gastada -todas lo están-, sino que ya no se sabe lo que representa. En resumen, la humanidad siente vértigo.Hay periodos así. La obra del medievalista Jacques Le Goff está llena de listas de este tipo de preguntas. Tras la caída de los grandes imperios, hay conocidas travesías por los desiertos del desamparo. Igual que después de las grandes guerras. La sacudida de hoy es aún más violenta. La implosión del comunismo, la caída del muro de Berlín, la liberación de los pueblos sometidos, supuso para Occidente y para una parte del planeta la victoria de la democracia y de lo que parece haber sido su premisa, la economía de mercado. Entonces surgió la ilusión, efímera y devastadora, de que se había descubierto una panacea. Se podía volver a creer. ¿En qué? En pocas palabras: en el progreso. La historia evolucionaba decididamente en un sentido al mismo tiempo inevitable y mejor. ¿La búsqueda de la igualdad haibía llenado los cementerios? La consecución de la libertad edificaría los paraísos. Estamos ya tan lejos -¡y sólo han pasado cinco años!- de ese estado de ánimo que nos resulta difícil de Creer nuestro candor decididamente incurable. ¿Qué han sacado un bosnio, un ruandés, un ciudadano de Burundi o de Sudán de la, implosión del comunismo? Mejor no preguntárselo.

Se acuerda uno de Francis Fukuyama, ese diplomático nipón-estadounidense que, hace cuatro años, creyó percibir "el final de la historia" tras la implosión del comunismo. El planeta, tras haber alcanzado el consenso sobre la democracia y el capitalismo, no podía ya permitirse antagonimos ideológicos. En diciembre pasado, durante una estancia en Washington, descubrí en la revista Foreign Affairs un estudio de un especialista en relaciones internacionales, Samuel P. Huntington, profesor de Harvard. Conocido agitador ideológico, Huntington tomaba el relevo de Fukuyama: tal vez no haya más antagonismos ideológicos, pero desde luego habrá "choques de civilizaciones". No en función del nivel de vida o del grado de democracia, sino en función de imperativos culturales. Por un lado, Occidente; por otro, el resto del mundo.

Para el profesor Huntington, "los Estados nacionales continuarán desempeñando el papel principal en los asuntos internacionales, pero los principales conflictos políticos mundiales enfrentarán a naciones y grupos pertenecientes a civilizaciones distintas. (...) Durante la guerra fría, el mundo estuvo dividido en tres partes: el primer, el segundo y el tercer mundo. Estas divisiones ya no son pertinentes en la actualidad.. (...) En gran medida, el mundo estará moldeado por las interacciones de siete u ocho grandes civilizaciones: las civilizaciones occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava-ortodoxa, latinoamericana y tal vez africana".

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Según el profesor, hay seis razones para ello: 1. Las diferencias entre las civilizaciones son más fundamentales que las ideologías y los regímenes políticos. 2. El mundo se hace más pequeño, y la proximidad acentúa las diferencias. 3. El proceso de modernización económica y de evolución social aleja de la identidad nacional y acerca a la identidad cultural. 4. Occidente, en la cima de su poder, es el que más ataca esa identidad, y las élites no occidentales son las que más se rebelan. 5. No existe movilidad cultural. En la ex Unión Soviética, los comunistas pueden volverse demócratas, los ricos pueden volverse pobres y los pobres ricos, pero los rusos no pueden convertirse en estonios, ni los azeríes en armenios. Por otra parte, se puede tener doble nacionalidad (francesa y árabe), pero no doble religión (católica y musulmana). 6. Mientras que en todas partes se habla de mundialización, de hecho la economía se regionaliza y estructura en grandes bloques la pertenencia a una civilización.

El profesor Huntington afirma: "El telón de terciopelo de la cultura ha sustituido al telón de acero de la ideología" como principal línea de división en Europa. Como se ve en Yugoslavia, esa línea no sólo expresa diferencias, sino que también puede convertirse en línea de frente. "En la línea de división que separa las civilizaciones occidental e islámica, el conflicto dura ya 1.300 años. (...) Es improbable que se apacigüe ese conflicto secular entre Occidente y el islam". Para nuestro profesor, la guerra del Golfo dista mucho de haber acabado. Cita de J. Akbar, autor indio musulmán: "El próximo adversario de Occidente será con seguridad el mundo islámico. La lucha por un nuevo orden mundial comenzará en el gran arco de las naciones musulmanas, que se extiende desde el Magreb hasta Pakistán".

En resumen, Samuel P. Huntington preconiza para Occidente un desarrollo de la cooperación y la unidad en el seno de la civilización que representa, y más en particular entre sus componentes europeos y norteamericanos. Pide que Occidente incorpore a las sociedades de Europa del Este y América Latina, cuyas estructuras son cercanas a las suyas. Subraya el interés de favorecer y mantener las relaciones con Rusia y Japón para evitar que los conflictos locales entre países pertenecientes a civilizaciones distintas degeneren en grandes guerras. De ahí la necesidad, según él, de limitar el crecimiento de las fuerzas militares de los Estados confucianos y musulmanes, de explotar las diferencias entre esos Estados y de no reducir demasiado la capacidad defensiva de Occidente.

Las tesis del profesor Huntington tienen una primera ventaja: existen. Sin duda, Pierre Hassner y André Fontaine tienen razón al observar (en el mismo número de la revista Commentaire) que es demasiado pronto para proponer una explicación general de los grandes cambios y de lo que éstos presagian. Pero, al fin y al cabo, la tarea del intelectual es buscar códigos de interpretación y correr riesgos cuando tiene la impresión de haberlos encontrado.

Además, de forma general, encuentro útil todo lo que recuerda a los occidentales que el hombre es un ser religioso y que el entorno cultural en el que está inscrito limita su autonomía. Desde ese punto de vista, la aportación del filósofo polaco Kolakowski, que acaba de recibir el Premio Tocqueville, es muy edificante. Ya hace años que Kolakowski se viene alarmando por la ingenuidad con la que todos creemos habernos convertido en ciudadanos del mundo destinados a vivir en una "aldea global". El camino de lo universal no pasa por el desarraigo.

El problema es que, para las necesidades de su tesis, Samuel Huntington llega a una simplificación desconcertante de algunos hechos. Por ejemplo, en su voluntad de homogeneizar las fuerzas islámicas, prescinde alegremente de analizar la guerra entre Irán e Irak, que en ocho años causó casi un millón de muertos. La unidad del mundo islámico siempre ha sido accidental y provisional. La división se remonta a los orígenes, y se encuentra incluso en la histo Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior

ria de los primeros califas. En cualquier caso, Huntington olvida (o quiere olvidar) que, en los periodos turbulentos, el hermano se convierte en adversario y el vecino en enemigo. Por otra parte, Occidente fascina tanto como ataca. Las élites que escogen el fundamentalismo como reacción a Occidente no son más numerosas que, por ejemplo, las mujeres que se sienten liberadas por la modernidad. Además, lo que Occidente desestabiliza no es una especificidad religiosa. Es una forma antigua y patriarcal de la estructura y mentalidad familiares. Eso no diferencia a los musulmanes de los demás. En todos los occidentales se encuentra en algunos momentos una nostalgia del equilibrio patriarcal.

Pero incluso la refutación de las tesis de Huntington es útil para captar una visión del siglo XXI. En efecto, se puede mantener, sin arriesgarse demasiado, que la humanidad, sean cuales sean sus orígenes, estará a la búsqueda de un compromiso entre el arraigo y el vagabundeo, la tradición y la libertad, la continuidad y la disponibilidad. Las fuerzas que tiran en sentidos contrarios están presentes en todas las sociedades, en todas las religiones, en todos los individuos. Puede que algunas sociedades occidentales se hagan más tradicionales y que otras sociedades religiosas, confucianas o musulmanas, se modernicen. En mi opinión, Samuel Huntington tiene razón al pensar que prevalecerá una tendencia general, la de las reunificaciones étnicas, incluso con tentaciones de purificación. Tiene razón al pensar que el mundo se hará más comunitario. Pero se equivoca al predecir que esas convulsiones perfilarán un mundo dividido entre culturas inmóviles y predeterminadas.

En cualquier caso, esas convulsiones dejarían de ser nihilistas si una civilización pudiera ofrecer, por ejemplo, soluciones a los problemas intercomunitarios como el sida, la droga, el desempleo, la superpoblación y, por supuesto, la convivencia. No hay que defender una civilización frente a otra. Hay que buscar una nueva.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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