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¿Un giro a la derecha?

Si de lo que se trata en una democracia es de que Gobierno y oposición se alternen de forma ordenada, entonces Estados Unidos es el único ejemplo significativo de los últimos años. El demócrata Clinton reemplazó al republicano Bush y esta sustitución a nadie le pareció anormal. Quizá se pueda considerar a Francia como un ejemplo medio, aunque cohabitar sea menos que alternar y queda por ver qué ocurrirá en las elecciones del año que viene. En el resto de los países, los Gobiernos son impopulares, incluso gozan de profunda antipatía, pero en cierta manera las oposiciones no se benefician de ello. Así fue en las últimas elecciones generales del Reino Unido y de España, y muy bien puede repetirse en Alemania en octubre. En el curso normal de los acontecimientos, los Gobiernos ya no pierden. ¿Qué es lo que esto indica sobre la democracia?Una razón evidente de esa extraña mezcla de impopularidad y estabilidad es que al pueblo no le gusta ni el Gobierno ni la oposición; le disgusta la clase política entera. Por tanto, cuando se da un cambio, no se trata de la normal alternancia, sino casi de un cambio de régimen. Como en Japón o Italia, se desploma un viejo régimen. Surgen, al parecer de la nada, homines novi, aunque, sus nombres resulten familiares por otras instancias de la vida; eran estrellas no políticas que ahora invaden el estéril escenario político. La mayoría de los países cuenta con sus Berlusconi en potencia, aunque parece poco probable que presenciemos una cumbre europea del primer ministro Berlusconi, del Milan AC; el presidente Tapie, del Olympique de Marsella; el primer ministro Richard Branson, de Virgin Airlines, y el canciller Beckenbauer, del Bayern Munich...

La aparente incapacidad de las instituciones democráticas para producir cambios lleva, pues, a una revuelta populista (¿la revuelta de los aficionados al fútbol?). Pero ésta es sólo una faceta del asunto. La otra es que la defunción de toda una clase política va acompañada de un claro giro a la derecha. Es cierto que, en términos de política económica, en muchos países de Europa ya hemos tenido una década de thatcherismo. La derecha de los noventa puede estar más dispuesta a proteger y a subvencionar que la de los ochenta, pero también se da una vuelta a actitudes derechistas más tradicionales.

A muchos les gustó que azotaran al chico norteamericano de Singapur que destrozaba coches. El primer ministro Major atacó recientemente a los mendigos callejeros y solicitó a la gente que los denunciara a la policía. La delincuencia ocupa un lugar tan prominente como el desempleo en la lista de prioridades de la gente para que se adopten medidas oficiales. Esta preocupación va acompañada a menudo de xenofobia y de la exigencia de que se mantengan fuera del país los extranjeros, inmigrantes y buscadores de asilo. El lenguaje de los deberes ocupa el lugar del lenguaje de los derechos. Más aún, la retórica de la nación reemplaza a la de Europa.

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La mayoría de las cuestiones que se esconden tras ese cambio en el clima popular son muy reales. Y la izquierda las ignora a su costa. De hecho, Tony Blair, candidato a la jefatura del Partido Laborista británico, ha convertido deliberadamente "la ley y el orden" en su objetivo político, y a Michel Rocard, del Partido Socialista francés, le gusta insistir en la necesidad de una cohesión social. Es duro y nada práctico ignorar esta nueva lista de prioridades, pero ¿adónde nos va a llevar la derecha si elige los temas populares y llega a dominar la política europea?

Quizá no muy lejos; es bastante posible que lo que a primera vista parece nuevo pronto parezca muy viejo y desaparezca tan rápidamente como surgió. Ninguno de los representantes de la nueva política da la impresión de ofrecer ninguna cualidad especial en lo que respecta a dirigir el país en la difícil situación doméstica e internacional. Por tanto, puede que lo que tengamos ante nosotros sea algo episódico y no un cambio de rumbo.

Pero puede que no. Si la nueva derecha ha llegado para quedarse, más vale que vigilemos nuestras libertades. Los ataques comenzarán allí donde cuenten con el apoyo popular. Conviene por tanto recordar que la libertad hay que defenderla donde es más difícil de defender: el derecho a las manifestaciones públicas, aunque sean ruidosas e indisciplinadas; el derecho al silencio del acusado en los tribunales; la libertad de expresión, especialmente cuando su ejercicio haga daño al poder que sea; el derecho a la diversidad cultural y religiosa; el derecho a no (sí: a no) trabajar y quizá incluso a mendigar en las calles.

La vida en una sociedad libre no es ni ordenada ni está bien organizada. Lleva intrínsecamente unido un elemento de caos, excentricidad y diversidad. El ejemplo de utilizar el azote como castigo ha llamado la atención de mucha gente hacía un nuevo tipo de orden; permítanme llamarlo autoritarismo asiático. A los empresarios en especial les gusta la idea de combinar un mercado sin restricciones (y sin impuestos) con un orden social en el que a la gente se le diga lo que tiene que hacer y se la ponga en su lugar. Una autoridad, por no decir un partido omnipresente, que establezca una norma indiscutible que organice las vidas de los ciudadanos desde la cuna hasta la tumba es el sueño de estabilidad y orden de algunos. ¿No se beneficiaría Europa con una dosis de autoritarismo asiático?

No. Por una parte, en tales condiciones los negocios prosperan sólo hasta cierto punto. Singapur no es famoso por su creatividad o espíritu empresarial; si las instituciones financieras de Hong Kong tuvieran que buscar una ubicación alternativa, preferirían un Bombay vivo, bullicioso, desordenado y democrático a Singapur. Por otra, el precio de equivocarse al sobrestimar la estabilidad de los regímenes autoritarios es muy elevado. Cuando se suprimen los conflictos, la posibilidad de un cambio violento no está nunca muy lejos. Incluso la combinación china de la plaza de Tiananmen con el capitalismo de casino puede dejar de ser estable a un plazo no muy largo.

Finalmente, está la pequeña cuestión de los valores. El bienestar humano no radica tan sólo en unos índices de crecimiento elevados y un orden controlado por la policía. La respuesta al nuevo giro a la derecha -y al coqueteo con el autoritarismo asiático- debe, por tanto, ser una nueva concentración de las fuerzas de la libertad. Su programa tiene que tener en cuenta las necesidades de la cohesión social y el deseo de seguridad; debe incluir la aceptación de los retos del mercado mundial, así como las necesidades de un Estado pobre pero eficaz; por encima de todo debe defender rotundamente los derechos y libertades en los que se basa la vida civilizada.

Ralf Dahrendorf es decano del St. Anthony's College de Oxford.

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