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Babel

Julio Llamazares

Cada mañana, desde hace varias semanas, me despierto escuchando música árabe. No viene de ninguna radio como en mi infancia, sino de los altavoces de la tienda que un marroquí ha abierto en lo que hasta hace poco tiempo fue la vieja zapatería de la calle. Una tienda que se llama Estrellas y que tiene un letrero blanco lleno de símbolos árabes.La tienda del marroquí no es la única muestra visible (y audible) de la presencia de extranjeros en el barrio. Justo encima de la tienda viven unos coreanos; encima, unos alemanes; más arriba, una familia búlgara, y al lado, unos jamaicanos que se pasan el día durmiendo y la noche bailando salsa en el local de música caribeña que está apenas a 30 metros de la tienda musical del árabe.

Por lo demás, desde hace algún tiempo, los chicos que me suben las bombonas de butano son polacos; el camarero que me sirve el café, rumano; el chaval de los recados de la tienda, portugués; mi compañero de ajedrez, húngaro, y en apenas cien metros a la redonda tengo un restaurante indio, otro argentino, otro francés, un cubano y hasta una peluquería de negros especializada en cortes afro.

Poco a poco, en apenas unos anos, el centro de Madrid, sin perder su casticismo (o recobrándolo así), se ha ido poblando de gentes procedentes de todo el mundo y pertenecientes a todas las culturas y las razas, Como el resto de las grandes capitales europeas, o como en Nueva York antes, Madrid asiste a la pacífica invasión entre la curiosidad y el asombro de unos vecinos que, a su vez, somos también, aunque españoles, cada uno de su padre y de su madre. Algunos lo hacen con desconfianza, más temorosos de lo desconocido que de, como algunos dicen, seguramente para justificarse, los emigrantes puedan quitarles el trabajo, pero, por lo general, los madrileños muestran hacia los extranjeros la tolerancia y la hospitalidad que siempre les ha caracterizado.

Por eso, y por otras cosas, extrañan y molestan, a mí al menos, las palabras del alcalde, que hace poco, con motivo de la explosión de gas en la casa en que vivían unos árabes, vino a decir más o menos que la culpa era de ellos por no haberse quedado en sus países y haber venido a Madrid sin que nadie los llamara. Molestan por lo estridentes, por decirlo de una forma suave, y extrañan por lo anecdótico de quien las ha pronunciado. ¿Quién le llamó a él a Madrid? Pues, que se sepa, no es gato.

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