El sentido común europeo
ANA PALACIOLa mayoría de los ciudadanos europeos es partidaria de una unión más sólida, pero los profundos cambios habidos desde el Acuerdo de Maastricht hacen necesario un replanteamiento general de los objetivos.
La cuarta elección del Parlamento Europeo según las reglas del sufragio universal, más o menos atemperado a los tradicionales marcos democráticos de los países miembros, tendrá lugar en un clima enteramente diferente al que vivió la opinión pública continental en la anterior convocatoria de 1989, cuando todavía faltaban dos años para la aprobación del Tratado de Maastricht con su cortejo reglamentario de consultas por referéndum en tres países de la recién nacida Unión Europea. Por eso resulta indispensable reflexionar sobre lo acaecido a raíz de la aprobación del Tratado de Maastricht en los distintos países miembros y seguir cuidadosamente los movimientos de la opinión pública ciudadana en sus reales y espontáneas manifestaciones, que hunde sus raíces en ese sentido común que los pueblos cultos de Europa han sabido mantener como reducto y crisol de sabiduría.La historia del proceso europeo aparece desde su fundación en 1957 como una línea ascendente de asistencias ciudadanas, progresivamente inscritas en la gran ambición unificadora a la que invitaba el Tratado de Roma con su proclamada voluntad de conseguir "una unión cada vez más estrecha entre los países europeos", y, salvo algunos pequeños accidentes de recorrido, la verdad es que la idea de Europa paulatinamente unificada crecía razonablemente en su empeño de solidaridad, siempre bien apoyada en la voluntad acorde de los pueblos. Esto ha sido así, y puede fácilmente comprobarse, hasta la aprobación del Tratado de Maastricht, que parece romper el fervoroso consenso de los hombres y mujeres europeos para abrir una crisis de identidad que constituye el problema esencial del quehacer europeo en estos momentos. Centra ahora la campaña electoral para esta cuarta legislatura del Parlamento de Estrasburgo en un discurso donde las legítimas ambiciones paneuropeístas habrán de descender del olimpo de lo ideal y fajarse en el barro de lo posible. Porque nadie puede olvidar el no de Dinamarca, el apurado tanteo del referéndum francés -51% de votos a favor- y los sondeos extraoficiales, pero creíbles, de la mayoría de los países pertenecientes a la flamante entidad europea. Por no mencionar los que, al menos en dos de los países nórdicos llamados a integrarse en la Unión (Suecia y Noruega), hacen presagiar, en el mejor de los casos, una humilde victoria del si.
Recordar estos hechos resulta ejercicio obligado de extremada utilidad ahora que termina la campaña electoral porque nos advierte de la existencia de dificultades y nos debe animar en la tarea de resolverlas, a condición de tomar buan nota de ese rico depósito de lecciones que la ciudadanía europea ha sabido dar a determinados movimientos encabezados por algunos líderes imprudentes. Ahora se trata de andar con los pies bien firmes en el suelo, sin perderse en esas invitaciones a la utopía que siguen resonando como cantos de cisne de algunos personajes comunitarios al borde del cese.
La construcción europea ha sido ambiciosa, pero jamás fue utópica, y por eso avanzó en perfecto equilibrio entre pueblos y dirigentes, sabiendo hacer sus pausas y tomando, cuando era necesario, riesgos bien calculados y siempre oportunos, lo que permite en estos momentos tener la seguridad estadística, apoyada en todos los sondeos sin excepción, de que los pueblos europeos están satisfechos del proceso integrador y nadie, o en todo caso unas microscópicas minorías marginales, piensa que hace falta romper Europa, sino todo lo contrario.
El último sondeo (European Election Special, 13-10 de mayo de 1994) nos enseña más sobre la auténtica realidad europea que una buena parte de los discursos de adioses que entonan quienes tienen en Bruselas va un pie en el estribo porque nos marca una abrumadora mayoría de voluntades partidarias a Europa en todos los países miembros, mientras los antieuropeos apenas alcanzan cotas ínfimas que ni siquiera en Dinamarca o en el Reino Unido superan el 26%, frente al 53% o el 52% de convencidos europeos. El balance final en la Unión Europea resulta abrumador: 70% quieren la continuación del proceso europeo y sólo el 18% pretenderían paralizarlo. La respuesta es redonda e inapelable.
Pero este primer capítulo de a lectura, y siempre en el marco del mismo sondeo, señala una apreciable reticencia a mutar con carácter inmediato el proceso integrador para disolver los estatutos miembros en una entidad supranacional, aunque a esta pregunta las respuestas nacionales específicas sean muy diferentes, porque en España, por ejemplo, las opiniones favorables a la integración supranacional y federalista igualan a la opinión contraria, en Bélgica la supranacionalidad supera ampliamente la expresión adversa, También en Grecia y en Italia son mayoritarios los sentimientos federalistas.
Lo importante, como resumen final de estos dos análisis, es que en términos globales un 49% de los ciudadanos de los 12 países miembros rechazan una inmediata fusión supranacional, frene a un 32% que sí la desea, y el dato debe unirse al anteriormente citado, donde 70 de cada 100 quieren guardar a Europa como unidad, aplastando con su masa los euroescépticos o, más sencillamente dicho, antieuropeos, y de la lectura lúcida, realista y sin prejuicios de estas dos voluntades populares parece que debería proyectar en el nuevo Parlamento Europeo un punto sano de equilibrio. Porque es evidente que los europeos quieren que haya Europa, pero no están de acuerdo todavía en que esa Europa adopte estructuras de asfixiante centralización. En fin de cuentas, los europeos quieren una Europa real, ajustada a su tiempo y a sus circunstancias, la saludable construcción que demanda el sentido común europeo.
es abogada y candidata del PP al Parlamento Europeo
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