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La conciencia de Europa

Emilio Lamo de Espinosa

Nunca Europa ha sido más ella misma. Pero quizás nunca se ha sentido más perdida. Y ese contraste entre lo que es, de una parte, y lo que cree ser, de otra, es justamente uno de sus principales problemas."Europa abraza con su influjo el globo terráqueo. No se basta a sí misma", señalaba agudamente Gómez Arboleya en 1950. "(Pero) al europeizar el resto del mundo se va colocando como una individualidad entre otras individualidades". Hace ya décadas, tras el proceso descolonizador de los años cincuenta, desapareció la Europa civilizadora, pero también la Europa de los antropólogos, la ocupación militar o el imperialismo. Pero al perder su singularidad histórica como civilización única y dominante, se ha visto confrontada no sólo con otras áreas económicas o sociales (América, el Pacífico), sino también con otras culturas (oriental, musulmana, africana). Y en esa confrontación con lo otro, con lo distinto, Europa es cada vez más ella misma, cada vez más un sujeto como cualquier otro, cada vez más una cultura entre otras y no la civilización. Una Europa dentro de la cual las diferencias (entre franceses y alemanes, españoles e italianos) son cada vez más ridículas comparadas con lo mucho que los une. De modo que en su decadencia como civilización única y dominante encuentra una cierta fuerza, la de una creciente unidad frente a todo lo otro.

Pero una vez más la conciencia se resiste a asumir su propia realidad. "Si ha podido existir una realidad común a los europeos que puede llamarse Europa, no existía la idea de Europa", continuaba Gómez Arboleya. Y ello por su resistencia etnocéntrica a ser sólo un sujeto más de la historia universal y no el único y definitivo, resistencia a aceptar el desvanecimiento de la hegemonía, resistencia a verse a sí misma desde los demás y dejar de ver sólo a ellos como espacio de conquista. Pues, al igual que sólo desde la mirada de los persas fue Francia unidad para Montesquieu, sólo desde la mirada del otro es Europa una unidad. Y nuestro etnocentrismo es ya nuestra principal debilidad, pues su consecuencia es que la conciencia de los europeos sigue aferrada a sus símbolos locales, a sus historias particulares, a sus identidades regionales, sin darse cuenta de que, frente a un mundo único y globalizado, en este pequeño (pero vasto culturalmente) continente todos los símbolos, todas las historias, todas las lenguas, todas las políticas, son ya locales o regionales, nos guste o no, y lo único que puede salvarnos del localismo que nos invade es la presencia de Europa en el mundo, la única formación política de este continente que puede hacer del rompecabezas de identidades históricas un sujeto con futuro.

El marco social en que nuestra vida cotidiana se asienta es, al menos desde 1986 y de modo creciente, el marco internacional europeo, sin cuya comprensión y conocimiento poco puede entenderse de la realidad española, y menos aún de sus tendencias futuras. Y ni siquiera esta ampliación es suficiente dada la mundialización de la economía de una parte y la creciente relevancia de los países del centro y este de Europa en las políticas y realidades de la Europa occidental. Nuestra realidad, nuestro ser social, es europeo, si no mundial; nuestra conciencia, nuestro modo de pensar, nuestros intereses, siguen siendo locales. Es como si ignoráramos nuestro propio cuerpo.

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El problema es que no se puede construir un proyecto político como el europeo por la puerta de atrás, a hurtadillas, evitando que los ciudadanos se den cuenta, ocultándoles lo que se desea. Las grandes formaciones estatales son resultado histórico de violentas y duraderas guerras civiles sobre cuyo rechazo emerge una sólida comunidad política que, horrorizada con el terror, prefiere arreglar sus asuntos pacíficamente. Así, el Reino Unido, Francia, Estados Unidos o la propia España. Y tras la II Guerra Mudial (la segunda guerra civil europea, como señala François Furet) emergió el proyecto de Europa con el mismo objetivo de garantizar la paz. Pero la Unión Europea se ha construido a través de los cálculos astutos de tecnócratas que de9confiaban de la política y han pretendido asentar este proyecto alrededor del móvil del beneficio económico y el mercado único esperando que ello condujera automáticamente a la unión política. El referéndum danés mostró que el emperador estaba desnudo e hizo añicos esa estrategia.

Desde entonces, el proyecto europeo ha venido dando tumbos. La economía europea, que fue la gran baza del Tratado de Roma, se ve sometida a fuertes tensiones en competencia internacional con otros bloques económicos, poniendo en peligro un modelo de Estado social construido a lo largo de varias décadas. La ampliación a 16 miembros se ha hecho con el disgusto de algunos países, singularmente España, que hubieran deseado una previa profundización institucional de la Unión.

Finalmente, la unificación alemana y las transiciones democráticas de los países del este y centro de Europa no dejan de plantear serios problemas a la Unión y a algunos de sus países miembros. Es curioso constatar que, justo dos siglos después de la Revolución Francesa y pocos meses después de que se apagaran los fastos de su vistosa conmemoración en París (14 de abril de 1989), como un castillo de naipes o como se desvanece una pesadilla al despertar, así caía el proyecto político comunista, heredero declarado del viejo jacobinismo. Para muchos analistas, la caída del muro de Berlín simbolizó claramente el fin del siglo XX, al menos el fin de una de las escisiones que, de modo más poderoso, marcó su historia social y política del siglo: la historia del enfrentamiento entre la izquierda y la derecha, que emerge violenta en las vísperas de la Gran Guerra, se prolonga hasta la II Guerra Mundial y continúa durante las largas décadas de la guerra fría.

Pero no olvidemos que la caída del muro es al tiempo el símbolo del triunfo del proyecto europeo. Éste emerge muy conscientemente como un intento de eliminar para siempre el riesgo de una nueva guerra mundial. Diez millones de muertos en la primera, más de 40 en la segunda. El siglo XX ha sido el siglo de los más grandes genocidios de la humanidad. El Tratado de Roma, el proyecto de CEE y más tarde la Unión Europea son otros tantos hitos de un intento de hacer que eso sea, para siempre, imposible. Pues, como señala Edgar Morin, lo que une a Europa, su historia común, es también lo que la desune.

Todo ello define un panorama complejo, con repercusiones sobre el proyecto profundamente europeísta que ha defendido España desde su adhesión a la entonces CEE en 1986. Para España -rememorando a Ortega-, Europa era, sin duda, la solución. Con el ingreso en 1986 se quebraba un siglo de aislamiento internacional, profundizado durante los 40 años de la dictadura de Franco. Se quebraba también un viejo complejo de inferioridad histórica. Los viajeros románticos acostumbraron a los europeos a creer que los Pirineos eran la frontera del Oriente. España era lo exótico, un enclave no occidental a unas cuantas leguas de París. Los españoles hicimos mucho por hacer verdad esa gran mentira, e incluso en algún momento la creímos. Con el ingreso en la CEE, España volvía a ser lo que siempre fue. No sólo un país plenamente europeo, sino un país que ha contribuido poderosamente a conformar la personalidad europea.

Alguien tan poco europeísta como Unamuno escribió que "el porvenir de la sociedad española... no se manifestará con fuerza más que cuando las tempestades y los vientos europeos la hayan despertado". Es necesario que veamos, pensemos y sintamos esa realidad, descubramos nuestro propio cuerpo social y reconozcamos que sólo en un proyecto político europeo tenemos existencia. Mientras ese día llega, podemos seguir discutiendo si son galgos o podencos.

Emilio Lamo de Espinosa es catedrático de Sociología.

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