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Hacia la sociedad que necesitamos

Envueltos como estamos en la corrupción y el desconcierto, bueno es pensar qué sociedad querríamos, y si este deseo tiene visos de realidad. Se trata de tener conciencia de que con las estructuras y esquemas actuales no podemos ni convivir satisfactoriamente ni ir adelante sino vivir un desesperado fatalismo que no recuerda que el ser humano. es el único animal que tiene metas de largo alcance.Aparece la idea de que es la propia sociedad la que debe salvarnos y que posee capacidad para hacerlo si sabemos ponerla en marcha. Hasta en lo económico se empieza a pensar así. Hemos querido arreglarlo todo de arriba abajo, y ahora comenzamos a caer en la cuenta de que debe ser al contrario. Nuestros olvidados pensadores del Siglo de Oro así lo previeron; pero nadie les hace caso en nuestro decaído ambiente intelectual y, por supuesto, en nuestra miope Iglesia española.

Padecemos dos grandes males que nos atenazan como la tela de una gigantesca arana. Son el estatalismo cada vez más incrementado, como si esto fuese un sino imposible de atajar, y el burocratismo, especie de malla que paraliza toda acción eficaz renovadora.

Ante el primer mal recordemos la sabiduría de san Agustín sosteniendo que el Estado es producto del pecado. De ahí su peligro, al crecer demasiado y hacerse poderoso, porque de él vendrá todo totalitarismo, más o menos encubierto, y nos hará esclavos de sus aparentes redes democráticas, convirtiendo al ciudadano en un simple número de una gigantesca maquinaria envolvente que se alimenta de nosotros. No es el Estado el que tendría que crecer, sino la sociedad. Y para eso tendrían que fomentarse las asociaciones de todo tipo o nivel, para que el ciudadano participase a través de ellas, y no se convirtiera en un votante cada cuatro años, que es olvidado y preterido en el amplio intervalo que no se vota. El Estado tiende así a hacerse teratológico y megalómano.

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El segundo mal es el burocratismo. Fenómeno de cualquier grupo que no se reorganiza constantemente. Ya nadie se acuerda de los estudios del profesor Parkinson sobre el almirantazgo británico en los años veinte, y de las fábricas Krupp durante la última guerra mundial, de 1940 a 1945. Aquél incrementaba todos los años su personal de oficinas sin tener más acorazados, sino menos. Y durante años, una oficina central de las fábricas Krupp, con 2.000 empleados, seguía funcionando a plena intensidad, cuando las plantas de producción habían desaparecido por la acción de la aviación británica; pero los oficinistas se daban trabajo ellos mismos. Una organización así "es suficiente administrativamente", y "puede vivir del papel que produce". Conclusión: la burocracia centralizadora y controladora es no sólo ineficaz, sino inútilmente costosa y paralizante.

Una sociedad que quiera salir de esta cárcel de papel y números necesita saber que todo grupo que no se reorganiza, simplifica y delega funciones aumenta indebidamente. Eso le pasa al Estado en general, y al Estado del bienestar o al Estado fiscal en particular, que tienen necesidad de aumentar anualmente su personal sin producir más, como se veía en la Rusia soviética. Un ejemplo práctico positivo es el de la transnacional Mark's and Spencer, que ha tenido muy en cuenta todo esto, y organizándose en pequeños núcleos autónomos ha sido mucho más eficaz.

No nos olvidemos de que este gran mal empezó con nuestro discutido rey Felipe II. Hay entonces que crear núcleos industriales, comerciales y sociales de menor dimensión, con gran autonomía, para que sean eficaces y puedan dar empleo a trabajadores que hagan algo positivo para la sociedad. No hay que convertirlos en parásitos sin eficacia social, siendo un peso muerto imposible de resistir, y así aumenta paradójicamente el paro.

Y todo esto requiere tres cosas. La primera, la participación de la gente corriente, la gran olvidada en nuestras democracias. Esa gente que somos los únicos especialistas en las generalidades que afectan a nuestras vidas. No tenemos más que hablar, como hacía Sócrates, con el tendero de la esquina o el vendedor de periódicos de nuestra calle o con el vecino que no parece tener la misma ideología política, para coincidir con ellos en muchas ideas prácticas sobre lo que ocurre y hay que remediar. En la Europa de los años cuarenta y cincuenta, ¿quién salvó, construyó, desarrolló?: dos militares sin relieve ni carisma como E¡senhower y Marshall; dos presidentes para andar por casa como Truman y Adenauer, y dos políticos a ras de tierra como De Gasperi y Schuman. Ninguno de ellos fue el inteligente pero nefasto Stálin -que era llamado "el padrecito" a causa de su engañoso carisma popular-, ni el megalómano "salvador" Hitler, que arrastró a las masas al fracaso.

En segundo lugar, fomentar el voluntariado, porque muchas actividades sociales no se pagan con nada: necesitan vocación, sacrificio y entrega que no pueden ser producto de un sueldo, ya que precisan muchas veces de un afecto que únicamente puede dar quien tiene ideal de ayuda a los demás y que sobrepasa la pura profesionalidad. En Estados Unidos hay una gran vocación de voluntariado, y gracias a él se hacen cosas que suponen un avance social notable que de otro modo no existiría. Se calcula en 96 millones los americanos que dedican un tiempo anual de 6.000 millones de horas a estas labores, sobre todo jubilados que pueden cumplir, por su experiencia, una acción social muy positiva. Yo he visto allí el éxito de gente mayor para el entrenamiento social de chicos y chicas que habían cometido delitos y estaban rehabilitados, pero les faltaba conseguir su reinserción social eficaz, y rechazaban esta preparación si trataban de hacerlo profesores no voluntarios de otras edades. Y, como este ejemplo, se encuentran otros muchos de todo estilo.

Y esto no quita trabajo, porque se ha demostrado que el simple profesional no quiere o no está capacitado psicológicamente para ciertas labores sociales; y se necesitan más profesionales para entrenar técnicamente a estos voluntarios en aquello que les prepara para que su imprescindible labor de corazón no sea simplemente limosnera. Se necesita también gente que sólo esté interesada en ser desinteresada. Y en España debemos tener para ello un estatuto del voluntariado a nivel nacional y dar un marco social a estas labores como hacen en todos los países desarrollados. Algunas autonomías se han adelantado a ello ante la dejación estatal con su pesada maquinaria.

Y, por último, una mayor atención inteligente a la juventud, dedicando un mayor esfuerzo presupuestario a ella a través. de las organizaciones no gubernamentales (ONG), siempre que demuestren éstas su idoneidad y seriedad. La juventud es el futuro del país, y todo lo que en ella se invierta es más positivo que los gastos de relumbrón a que tan acostumbrados están los políticos.

¿Es esto una utopía en las nubes? No. Es la necesaria utopía concreta y realista que propugnaba Ernst Bloch y que hoy tanto necesitamos para no estancarnos en nuestros problemas. Y que tiene un motor que la ciencia actual descubre, sea la sociobiología o la antropología: una ética cívica asentada sobre lo que se ha llamado "el altruismo recíproco" (E. O. Wilson), que está insertado en lo más hondo de nuestra biología y que sólo necesita ser estimulado. No es ya la ética idealista, religiosa, o no, que se ha mostrado ineficaz; sino un neoutilitarismo bien entendido, que tiene precedentes hasta en Lao-Tse. Es la que se da cuenta de que vivimos todos unidos o pereceremos divididos.

Éstos son algunos pilares imprescindibles para una nueva sociedad.

E. Miret Magdalena es teólogo seglar.

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