Comisiones y jueces
LA LUCHA contra la corrupción se ha convertido en uno de los ejes de la actividad del Parlamento. Y bien está que así sea ante la alarma social creada por los últimos escándalos y la sospecha generalizada de que la financiación de los partidos sigue siendo territorio abonado para las comisiones ilegales. La labor parlamentaria tiene un doble frente: investigar lo ocurrido y legislar para que su repetición sea más dificil y más costosa. Hasta ahora se ha ido más lejos en la investigación que en la legislación.La comisión Roldán está a punto de cerrar sus trabajos con la elaboración de conclusiones. Esta semana se pondrán en marcha otras dos: la que investiga el caso Rubio y la encargada de estudiar la financiación de los partidos políticos. Lo ocurrido con el caso Roldán obliga a reconsiderar algunos aspectos de las investigaciones parlamentarias. No sólo en relación al secreto de las deliberaciones; también, sobre los derechos de los declarantes: sería paradójico que este paso adelante en la transparencia y control del poder se hiciera a costa de un paso atrás en las garantías de los derechos de los ciudadanos.
El carácter secreto de las comisiones tiene un efecto perverso que en demasiadas ocasiones deviene en indefensión: en ocasiones, de las propias personas citadas a declarar; casi siempre, de los terceros que son mencionados en el curso de los interrogatorios. El Parlamento debe arbitrar mecanismos que respeten escrupulosamente el ámbito de garantías creado por a Constitución para todos los ciudadanos, por muchos delitos que hayan podido cometer.
La publicidad ha sido desde siempre una condición de la Administración de justicia que debe tener idéntica aplicación cuando el Parlamento trata de determinar responsabilidades políticas. La comisión Roldán demuestra el desastre que resulta de la combinación entre el carácter formalmente secreto de los trabajos y la avidez del público por conocer sus deliberaciones. Especialmente si los comisionados, o algunos de ellos, ven en esa combinación la oportunidad de adquirir notoriedad como suministradores de titulares restallantes. La elección como representantes de algunos parlamentarios más famosos por su histrionismo que por su talento evidencia la idea que de tales comisiones tienen algunos partidos. Lo peor ha sido la impunidad con que esos parlamentarios han vulnerado cada día su deber de reserva, aprovechando el ambiente de confusión creado por los escándalos. Bien está, pues, que el propio Parlamento haya decidido corregirse y eliminar el secreto de las comisiones.
La perversión del secretismo ha obligado a varios testigos a salir al paso de las versiones dadas acerca de su propio testimonio. En otras ocasiones, lo que eran conjeturas se convirtieron en acusaciones directas contra terceros, que éstos ni siquiera podían desmentir porque formalmente tampoco podían conocerlas. Entren los focos y ábranse las comisiones, que al menos así los ciudadanos podrán formarse su propia opinión sin someterse al filtro de los portavoces no acreditados de turno.
Otro aspecto no resuelto es dónde acaba la investigación sobre responsabilidades políticas -que es el ámbito en el que se mueve el Parlamento- y empieza la de los hechos sometidos al Código Penal -estrictamente privativo del juez-. Esta contradicción va a repetirse sin duda a partir de esta semana con la comisión Rubio. Un juez entiende ya del caso, y en el ejercicio de su jurisdicción ha dictado el secreto del sumario. Al mismo tiempo, el Parlamento va a citar a de clarar al encausado.
En este país, en el que tantas veces se ha afirmado que este tipo de escándalos se saldan sin sanción penal, puede ocurrir que la comisión parlamentaria termine por interferir la investigación del juez. Y lo que es peor, por anular algunas de las pruebas testificales que se obtengan en razón de la falta de garantías. Ya ha ocurrido en la comisión Roldán. De las declaraciones de algunos de los 73 comparecientes han resultado indicios de delitos que han sido trasladados al juez. Pero, en la medida en que algunas de las declaraciones pueden considerarse autoinculpatorias, se plantea el problema de las garantías individuales: no es aceptable que las que se reconocen a cualquier ciudadano que comparece ante el juez no existan ante una institución parlamentaria.
La principal justificación de las comisiones de investigación fue la necesidad de depurar las responsabilidades políticas. Es lógico que en el proceso surjan otras cuestiones concomitantes. Pero es obligación de la comisión deslindar lo que constituye su objeto específico de lo que corresponde a los jueces. Cualquier confusión de ambos planos daría la razón a quienes se opusieron a ellas aludiendo al riesgo de que se convirtieran en un juicio paralelo. Y estaríamos como antes, o peor.
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