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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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Una tarde de fútbol

Me gusta el fútbol, el espectáculo; incluso repaso los lunes el palmarés, como si me importase especialmente cuál fuera el presunto ganador de la Liga o el descenso de los menos afortunados. Por supuesto que en las competiciones internacionales deseo que triunfe la selección española; en los avatares internos, los equipos madrileños; entre éstos, el peor clasificado, y por oscuras y subliminales inclinaciones, que el Barcelona no pase de semifinalista. Todo ello, contemplado en la pantalla del televisor, que proporciona una sustantividad peculiar. "El mayor invento que conocieron los siglos", deberían haber dicho prójimos relevantes, da otra dimensión a situaciones, acontecimientos, personas, hechos.Quienes nos guarecemos en el hogar, o sea, los que vivimos solos -con o sin compañía- tenemos el ojo y la medida conformados por la pequeña pantalla. Sin discutir el- quórum, creo que somos bastantes los que padecemos cierto sobresalto en las salas de cine, por lo desmesurado de las imágenes y el estruendo que no podemos controlar con el mando a distancia.

Fui invitado a presenciar un partido de fútbol por mi viejo amigo y compañero Antonio Olano, que anda inmerso en esas lides. Apenas recuerdo la vez última que visité un estadio. El Bernabéu y el Calderón sólo significan referencias urbanísticas. ¿Vendrás en automóvil? Contesté que ya no tengo coche, lo que produjo un suspiro de alivio. Metro Pirámides, fue el consejo. Procura llegar media hora antes.

Rara vez he recibido instrucciones tan concretas y útiles. Vivo a nueve estaciones del destino y la tarde aquella salí a la superficie para disfrutar del maravilloso y dorado volumen del puente de Toledo, que merece el viaje, henchido el río por las compuertas, lo que le da un extraño aire gótico, recortado bajo un cielo árabe y traslúcido. Apenas ocho minutos de camino entre tenderetes de banderolas, camisetas, pitos, caramelos, insignias, palomitas y cuantos implementos parecen consumir los hinchas.

Bien señalizada la puerta de acceso, eficaz el filtro para los convidados, ascensor, gradas de lujo, confortables butacas y gentiles azafatas. Palco de honor, privilegio que tanto nos gusta.

Llegué con la puntualidad del inexperto, en soledad durante un buen rato. El campo me pareció más chico de lo que la versión retransmitida hace sospechar. Imperceptiblemente, como la marea del Cantábrico que va sorbiendo las arenas, de ola en ola, las bancadas de sol y de sombra se habitaban de espectadores. Un césped recién regado chispea con destellos diamantinos. El bullicio aumenta, paulatino y sonoro. Desde el foso de una imposible orquesta templaban tubas, bombos y timbales; sonidos que parecían provenir de un parque jurásico. El fondo sur está colmado y temprano comienza el tremolar de banderas. Fotógrafos y periodistas de vanguardia pasean al borde de las líneas con una especie de rojo chaleco antibalas, ¡dentificados por una cifra.

Salen los jugadores; primero el once casero entre aplausos, que son desbordados por una estrepitosa y prolongada bronca hospitalariamente dedicada a los forasteros. Varios individuos, repartidos discrecionalmente, aporrean el cuero de los bombos, marcando y punteando canciones varoniles y presuntos coros ofensivos. Se inicia, en el espacio de los entusiastas, el certero lanzamiento de rollos de papel higiénico, desmesuradas serpentinas, expresivas del fervor incondicional. La claque ensaya silbidos y aplausos de "calentamiento". Mientras pelotean los futbolistas, las miradas se tornan hacia el palco presidencial, donde se aparece el máximo dirigente. Y comienza el encuentro.

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Sin pausa alguna, el alboroto, la tremolina, la bulla son incesantes. En el momento preciso la ola recorre el coliseo como un escalofrío. Durante el descanso, en el espacioso barque da a la sala de trofeos, le insinué a mi huésped si no era posible bajar el volumen de tanto guirigay. Me devolvió la mirada, entre incrédulo y compasivo, sin ulterior comentario.

La ignorancia me producía confusión, y falto de comentarista cercano y de repetición de las jugadas dudosas era imposible detectar aquel "fuera de juego" que la mayoría pedía o protestaba. O cuando la entrada era alevosa y sancionable.

Abandonado entre un público experto y apasionado, no arriesgué el aplauso ni el gesto desaprobatorio. A veces, un estremecedor rugido expresaba el sentir de aquella amenazadora multitud. Por un momento imaginé asistir a una notoria representación en el circo romano., Tampoco hubiera sabido -por la propia observación- distinguir a los cristianos de los leones.

Ganaron los colores caseros, fausta circunstancia que me permitió felicitar al anfitrión, 10 minutos antes de finalizar el partido, y se abarrotaran los vagones del metro donde la emoción -otra clase de emoción- acelera los pulsos entre aquella estación y la de Acacias, largo trayecto en el que quizá se sobrepase los 150 kilómetros por hora. Al menos eso me pareció aquella tarde de fútbol.

Eugenio Suárez es escritor.

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