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PERFIL

Le falló la suerte

Enric González

Era honrado, sólido, audaz, inteligente e ingenioso. Fue fiel a sus principios durante más de 40 años, mientras todo era cambio y turbulencia a su alrededor. Sabía sobreponerse a sus errores -no demasiados- y a sus fracasos -bastantes. Inspiraba confianza. Cuando había que maniobrar entre bastidores, lo hacía sin titubeos. Fue buen abogado y excelente parlamentario. ¿Un gran político? No llegó a tanto. Le faltaron un poco de carisma y un mucho de suerte.John Smith nació en Argyll (Escocia) el 13 de septiembre de 1938, en una familia rural relativamente acomodada. No son sólo los obreros de Glasgow o los aldeanos de las Tierras Altas quienes han hecho de Escocia el bastión histórico del laborismo: a los 14 años, bachiller prometedor y futuro estudiante de leyes, John Smith se afilió ya al partido. Fue activista en la universidad de Glasgow, candidato con 25 años y diputado con 32. Por entonces ya se había labrado cierto prestigio en los medios financieros de Edimburgo, capital espiritual de la banca británica, como abogado honesto y concienzudo. Era, para aquellos tiempos, una rara avis: un laborista capaz de trabajar en medios financieros. El presbiterianismo escocés no fue para él una simple influencia familiar: era puritano en un país de puritanos, y vivió siempre riel a sus creencias. Ya por entonces se definía como "socialista cristiano". En caso de conflicto, más cristiano que socialista.

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A los 40 años se convirtió en el ministro más joven de los anales laboristas, al ocupar la cartera de Industria en el Gobierno de Jim Callaghan. Aquél fue un gabinete desgraciado y efímero, marcado por las huelgas y la crispación del larguísimo invierno del descontento. Un año después, en 1979, llegaron Margaret Thatcher y el vendaval conservador, y el laborismo entró en su década negra. La llamada loony left, la izquierda lunática, tomó las riendas del partido, y los más moderados huyeron hacia el centro. Smith formaba parte, ideológicamente, del grupo que se escindió para constituir el Partido Socialdemócrata. Pero se negó a acompañar a Owen, Jenkins y Steel en lo que parecía un cómodo paseo hacia el poder. Prefirió seguir en el laborismo, aunque las bases le rechazaran. Esa fidelidad se convirtió, 10 años más tarde, en su más sólido capital político.

Volvió de la mano de Neil Kinnock. Mientras éste hacía sus piruetas ideológicas -del desarme unilateral a la OTAN, del aislacionismo al europeísmo- y se autoinmolaba por hacer atractivo el laborismo ante un pueblo tan conservador como el inglés, el escocés impasible mantenía su credo: atlantismo moderado, integración en Europa y justicia social sin colectivismo. Como portavoz económico de la oposición, Smith empezó a convertirse en un rostro familiar. Y entonces, en 1988, llegó el primer infarto. No fue un simple aviso, sino un ataque fuerte. Sobrevivió y, cuando ya se le daba por acabado, volvió al Parlamento. Un año después, mucho más delgado y brillante que nunca, destrozó verbalmente al ministro de Finanzas conservador, Nigel Lawson. El milagro económico del thatcherismo se ahogaba en inflación y paro, y el laborismo se erigía por fin en una alternativa creíble.

El momento decisivo eran las elecciones de 1992, y Smith asumió la función más delicada de la campana: convencer a la temerosa City londinense de que el laborismo ya no era una máquina de fabricar impuestos. Fue la "campaña del cóctel de gambas", una retahíla interminable de almuerzos y cenas con los ejecutivos financieros. John Smith tuvo éxito: el mismísimo Financial Times, símbolo de la City, recomendó a sus lectores que votaran laborista. Pero Smith cometió también un craso error. Por exceso de honradez o astucia, anunció sus planes económicos como futuro canciller del Exchequer, entre ellos un aumento de impuestos. Se votó y, contra toda lógica, venció el tory John Major, aupado por su promesa de reducir los impuestos. Naturalmente, Major tardó sólo unos meses en subirlos. Pero eso es la política.

Aunque el fracaso laborista fue achacado tanto a Kinnock como a Smith, el primero tuvo que abandonar y el otro ascendió al liderazgo: señal de que sabía maniobrar. Con enorme tacto, se dedicó a restañar heridas, a elevar la moral y a unir filas. Lo logró, y hasta se permitió el lujo, en otoño de 1993, de plantar cara a los todopoderosos sindicatos -financiadores del partido- y arrancarles una reforma de democratización interna que, aún más simbólica que real, supuso un éxito propagandístico ante los electores. John Smith parecía destinado a vivir en Downing Street. Pero ayer le falló el corazón. Le falló otra vez la suerte.

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