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Pecados urbanos

A santa María Soledad Torres Acosta, más que un homenaje le hicieron una faena al dedicarle esta céntrica, dura y des pojada plaza en los aledaños de la Gran Vía, patio trasero y trastero de la del Callao, rectángulo inmisericorde y desértico por el que deambulan míseros camellos y en el que pernoctan pálidos yonquis y alcohólicos irredentos. Póstuma penitencia para una santa madrileña y contemporánea que mereció los honores de pasar al santoral con sus dos apellidos. Quizás el único mérito de tan desalmado solar sea el de propiciar una buena panorámica de la iglesia parroquial de San Martín, varón caritativo y protector de los menesterosos al que suele representar se en el desprendido gesto de entregar la mitad de su capa a un mendigo, acto sin duda filantrópico, pero de una soberana cutrez, pues de poco avío debió servirle al pedigüeño aquel mísero retal. El templo, humilde y armoniosa muestra del más austero barroco madrileño -ésta es una ciudad de paradojas, -tenía entre los castizos fama de mal agüero en asunto de casorios por su ubicación, marcando frontera entre las calles de la Luna y del Desengaño. Los novios entraban enamorados al des pacho parroquial por la calle de la Luna y abandonaban desposados el templo por la puerta principal, que daba y sigue dando a la calle del Desengaño.El conde de Romanones, alcalde de Madrid cuando se materializó el proyecto de la Gran Vía, justificaba tan magna obra por la necesidad de establecer una vía lo más corta posible entre el sur y el norte de la ciudad, pero también por razones de moralidad y salubridad públicas, para acabar con un dédalo "de calles estrechas, oscuras y malsanas". Dos tercios de siglo después, a finales de los años sesenta, los nuevos ediles madrileños, abundando en las mismas coartadas, ordenaron la demolición de la manzana que separaba la calle de Silva de la de Tudescos. Allí estaba el palacio de los condes de Sástago, en el cual, según informa Pedro de Répide, se fundó en n 1782 el banco de San Carlos en unos locales que 40 años después ocuparía un teatro, invirtiendo proceso habitual. Antes de su definitiva democión, el vetusto destartalado caserón se había convertido en refugio de pintores y artistas. Los altos techos favorecían la instalación de estudios y talleres, como, por ejemplo, los de los cartelistas especializados en realizar las enormes carteleras de los cines de la Gran Vía. Derruido el palacio, permaneció durante un tiempo, adosado a la medianería, un colosal retrato fotográfico de Gina Lollobrigida que sobrevivió incólume a la destrucción del estudio que lo albergaba.

Si derribar el viejo palacio fue un crimen, sustituirlo por este adefesio de plaza fue un acto de flagrante necrofilia, vicio muy en consonancia con este barrio de vicios si tenemos en cuenta que desde la plaza de Santa María Soledad y etcétera, etcétera, puede verse la pintoresca fachada de la iglesia de la Buena Dicha en la calle de Silva, donde, según se dijo y se escribió, se alojó durante algunos años el cuerpo, si no corrupto al menos bien embalsamado, de Eva Perón, hurtado de los ojos de eles, infieles y curiosos.

Dejada de la mano de Dios y e sus santos, la plaza se ha convertido en área de descanso marginal, campamento de nómadas desvalidos y reposo de toxicómanos insomnes que satistacen sus necesidades psicotrópicas en los umbrales de unas oficinas de Telefónica. En las "estrechas, oscuras y malsanas", que diría Romanones, calles adyacentes siguen callejeando, a golpe de tacón inverosímil, veteranas y noveles profesionales del sexo duro, devastadas unas por el paso de los años y otras por el picotazo de la aguja.

Junto a la iglesia de San Martín, unas salas de cine sustituyeron a la decrépita y célebre comisaría de la Luna, que trasladó sus cuarteles calle abajo, quizás para no toparse tan de sopetón con un espectáculo tan frecuente y tan poco edificante como el que suele desarrollarse en la plaza. Entre la galdosiana Corredera que aquí confluye y la calle de San Roque, la farmacia Cardona se ha quedado como único testigo de los comercios tradicionales de la zona conservando su antiguo empaque. En la misma esquina de San Roque, el molino de chocolates El Indio guarda, supongo, bajo su cierre metálico, la imponente figura del aborigen que le dio nombre e imagen, ídolo de madera y bronce que servía como eje central del molino y hacía su molienda misteriosa detrás del escaparate, ante los ojos asombrados de niños y mayores. Este indio jubilado y encerrado inspiró a la escritora Paloma Díaz Mas uno de los episodios de su magnífica novela El sueño de Venecia, cuyas acciones se desarrollan, a través de los siglos y de los estilos literarios, en unas pocas manzanas de este barrio.

Frente al establecimiento de El Indio, un café que conoció mejores tiempos lleva el nombre de Éboli, inesperado homenaje a la turbia princesa del parche en el ojo, un guiño insólito pero oportuno, un fantasma pintiparado para estas calles de tuerta belleza, refugio de pecadores y retiro de penitentes, donde al caer la noche los neones de los sex shops iluminan intermitente mente y en colores los pórticos de los conventos.

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