La primera vez
¿Existe algún surafricano que vaya a recordar el 27 de abril por algún acontecimiento -incluso el más personal- que no sea por el gran significado de ser el día en que votamos? Incluso para los blancos, que han disfrutado del derecho de voto desde los 18 años, ésa fue la primera vez. Mi abrumadora sensación del día: las otras elecciones, esa farsa de procedimiento democrático restringido a los blancos (y, después, abierto a todo el mundo excepto a la mayoría negra), no tenían ningún sentido para ninguno de nosotros como surafricanos, sólo como una hegemonía de la piel.Haciendo cola esa mañana, percibí una sensación de unión silenciosa. Hombres de negocios con sus atuendos de jogging, enfermeras de uniforme (a mi lado había dos que todavía llevaban el gorro de plástico con el que se cubren el pelo en la asepsia enclaustrada del quirófano), mujeres con sus atavíos de la Iglesia sionista, mujeres blancas y mujeres negras que compartían el cuidado de niños blancos y negros agarrados a sus piernas, personas que habían traído taburetes plegables donde descansar sus pacientes y ancianos huesos, vigilantes nocturnos que acababan de salir del trabajo, estudiantes sacudiendo sus melenas del mismo modo que los caballos sacuden sus colas; ahí estábamos todos como nunca hemos estado. Sí, desde que se suprimió la segregación en los lugares públicos, hemos guardado cola juntos en bancos y oficinas de correos; pero hasta ese día siempre hubo una diferencia imperceptible entre nosotros, mucho más decisiva que la del diferente color de nuestra piel: algunos de nosotros teníamos el derecho que es la base de todos los derechos, la X simbólica, la señal de poder intervenir en los controles de la política, la marca de la ciudadanía, y otros no lo tenían. Pero hoy estábamos en un nuevo terreno.
El término abstracto "igualdad" se fue materializando según nos fuimos acercando a la sala de votación de la iglesia y al sencillo acto de dibujar una X que terminaba con más de tres siglos de privilegio para algunos y de privación de dignidad humana para otros.
La primera firma de los analfabetos es la X. Anteriormente sólo existía la huella del pulgar, la impresión epitelial de los impotentes. Me percaté de esto con algo parecido al temor cuando, como interventora asignada a un colegio por mi rama electoral del Congreso Nacional Africano, me encontré con personas negras que no sabían leer ni escribir. Un miembro de la Comisión Electoral Independiente les guiaba por lo que adoptó la solemnidad de un ritual: presentación de documentos de identidad hechos jirones, manos extendidas bajo luz ultravioleta, manos rociadas con tinta invisible y papeletas de votación meticulosamente dobladas -misivas dispuestas para ser enviadas al futuro- puestas en esas manos. Después, unos pasos inciertos hasta una cabina, acompañado por el miembro de la CEI y uno de los agentes del partido para garantizar que cuando el votante decía qué partido quería votar él o ella, la X se colocaba en la cuadrícula apropiada. En varias ocasiones yo fui ese agente del partido y presencié cómo un hombre o una mujer prestaba su firma a la ciudadanía. Extraño momento: la primera vez que un hombre grabó en una piedra la marca de su identidad, la prueba consciente de su existencia, debió de ser algo parecido a esto.
Por supuesto que muy cerca, en las calles de la ciudad, seguía habiendo niños negros indigentes inhalando pegamento como único sustituto de alimentos y cariño; había familias sin hogar viviendo en cobertizos improvisados en las hondonadas de la ciudad. La ley sitúa el terreno de la igualdad bajo los pies; hoy no alimentó a los hambrientos ni puso un techo sobre las cabezas de los que carecen de hogar, pero cambió la base sobre la que durante tanto tiempo se erigió la sociedad surafricana. Los pobres están ahí todavía, a la vuelta de la esquina. Pero no son Los Parias. Ya no se puede trasladarles por decreto, ni privarles de tierras y de la oportunidad de cambiar sus vidas. Cuentan. El significado del recuento de votos, gane quien gane la mayoría, es éste, y no simplemente el contenido de las urnas electorales.
Si estar vivo en ese día no fue el mismísimo cielo de Wordsworth para aquellos que han sido aplastados hasta el nivel de la miseria por décadas de apartheid y de otras estructuras de racismo que lo precedieron, si no pudieron experimentar la euforia que yo compartí, guardando cola, estar vivo en esa hora fue extraordinario. El día me lo acapararon los hombres y mujeres que no sabían leer ni escribir, pero que lo suscribieron, finalmente, con su tipo de firma. Puede que sea el sello del fin del analfabetismo, del dolor de la ignorancia impuesta, de la privación de la plenitud de la vida.
es escritora surafricana, premio Nobel de Literatura 1991.Copyright Nadine Gordimer, 1994.
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