Una ciudad para Flash Gordon
En 1966, dos arquitectos ir planearon una ciudad aérea para solucionar el problema de la vivienda y del tráfico
Si el héroe de tebeo Flash Gordon hubiera sido uno de los 350.000 madrileños que en 1966 buscaban piso, seguro que se habría encaprichado con la solución que aportaron Francisco Rodríguez Fonseca y Antonio Castelló, dos jovenes arquitectos "imbuidos por toda la utopía y toda la fuerza que tienes cuando acabas la carrera". Fonseca y Castelló se anticiparon a la cultura del adosado y propusieron hacer un dúplex urbano a gran escala, en cuyo primer piso se concentraba el crecimiento y la modernidad arquitectónica, mientras que el casco antiguo permanecía intacto en el bajo. En palabras de un diario de la época, era "un sutil puente entre el futuro y el pasado, conectados por el arco del presente".Con el lema de "agregar conservando", los dos urbanistas parecían haber encontrado la receta mágica contra los males urbanísticos que se avecinaban. Su fórmula consistía en erigir sobre las viejas edificaciones los pilares de una urbe "autosuficiente y con un específico sentido de comunidad". El diseño, absolutamente geométrico, contribuía a facilitar la orientación, pues el uso de cada construcción venía definido por la forma: altos rascacielos -conforma de galletas superpuestas como las Torres Blancas de la avenida de América- acogían a las viviendas; enormes cilindros achaparrados se destinaban a centros comerciales y cívicos; cajas rectangulares encerraban los servicios complementarios como universidades o centros de enseñanzas medias, mientras que los edificios públicos lucían un perfil troncocónico que les asemejaba a enormes setas sobresaliendo de una llanura de tejados.
'Los pirindolos'
El objetivo era que esta megaestructura tuviera suficiente autonomía para que la bajada al casco antiguo sólo se hiciera por placer. Por eso, los bloques de viviendas, los pirindolos como les llama su autor, estaban dotados de los servicios mínimos necesarios para las 300 familias que residían en su interior: quiosco de prensa, panadería, guardería y aparcamiento con acceso directo al casco antiguo. El supermercado, el cine, el centro comercial o la peluquería se esparcían por los cilindros achatados -uno por cada dos torres de viviendas-, cuyas azoteas se convertían en jardines, zonas deportivas o en helipuertos.La vida discurriría dentro de esta naturaleza artificial perfectamente compartimentada, en donde a los peatones se les reservaban pasillos aéreos para su desplazamiento, mientras que para los coches quedaba una red de autopistas que, partiendo de los extrarradios del viejo núcleo urbano, iban ganando altura y conectando todos los puntos de este bosque de cemento. "Trasladándolo a Madrid, por ejemplo, saldrían de la plaza de Castilla y volverían a tomar tierra en el Manzanares. Hombre, a algunos edificios antiguos sí les podía resultar agobiante, porque las autopistas y los pasillos aéreos les tapaban el sol, pero alguien tenía que jorobarse por el bien común", explica riéndose Rodríguez Fonseca desde su estudio en la Castellana.
La ciudad volante, como rápidamente la apodó la prensa, lejos de parecer descabellada, fue adquirida por 10.000 levas -unas 200.000 pesetas al cambio- por el Ayuntamiento de Varna, una ciudad búlgara de apenas 150.000 habitantes. Rodríguez Fonseca y Antonio Castelló la habían presentado a un concurso internacional de arquitectura que se celebraba allí y en el que participaron 405 proyectos de 34 países. Sin embargo, las prevenciones españolas hacia todo lo que viniera del Este impidió que la maqueta de 80 kilos llegara a tiempo para concursar. A los búlgaros no les quedó más remedio que comprarla, puesto que querían ejecutar las principales ideas de la maqueta inmediatamente. Los dos arquitectos españoles se trasladaron al país balcánico para redactar el proyecto definitivo en compañía de un colega búlgaro, uno ruso y otro japonés. Las dificultades burocráticas españolas tampoco faltaron en esta ocasión. "Nos dieron un pasaporte válido para un solo viaje y nos mandaron a un agente de Aduanas para comprobar que no llevábamos información de alto secreto o algo así". La aventura concluyó a los 15 días, cuando la inversión económica, un pequeño detalle que nadie había tenido en cuenta, dio al traste con la quimérica ciudad.
Las cuentas, sin embargo no importaron a la prensa de Madrid, preocupada por la escasez de vivienda y la invasión del tráfico. "Con la construcción de otra ciudad, sobre o bajo la actual, se puede arreglar el tráfico", aseguraba Ya en titulares, mientras que el diario Madrid afirmaba que, en la capital, "un programa de este tipo sería arduo de realizar, pero no imposible". Veintisiete años después, Rodríguez Fonseca asegura: "Nuestro proyecto era realizable porque aportábamos una solución técnica clarísima. Pero fundamentalmente fue una utopía, una maravillosa y auténtica flashgordonada".
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