_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Dimisión y catarsis

Al cabo de unas semanas en que los españoles hemos visto confirmados los peores temores, por lo menos de algo hay que congratularse: José María Aznar ha dicho lo pertinente en el debate de la nación, al denunciar con la contundencia debida la lacra de la corrupción y pedir al jefe del Gobierno que asuma la responsabilidad política que le atañe. En esta ocasión, en la Cámara se ha escuchado el lenguaje que se habla en la calle, con lo que se ha dado un primer paso hacia una mayor coincidencia, que desde hace mucho tiempo echábamos de menos, entre lo que piensan los ciudadanos y lo que se dice en el Parlamento.Claro que, después de felicitarlo, habría que preguntar al primer partido de la oposición cómo explica que siendo tantos los rumores de corrupción que, lamentablemente, en buena parte se han visto confirmados, nada haya descubierto, no ya sólo la Fiscalía o el Tribunal de Cuentas -Instituciones claves de un Estado de derecho, que no han quedado muy bien paradas, con la responsabilidad que también en este punto compete al Gobierno-, sino que la oposición tampoco haya sido capaz de denunciar un solo caso de corrupción y, al igual que el Gobierno, haya ido a remolque de lo que publicaba la prensa.

Un inciso para comentar algo, tan obvio como fundamental: en tres ocasiones -en los primeros años de la transición, en la noche aciaga del 23-F y en los cuatro años transcurridos desde que saltó a la palestra el caso Guerra- el sostén decisivo de la restaurada democracia española ha sido la prensa. Parece ya muy difícil de negar que la libertad en los medios de comunicación no sea el puntal más sólido que tiene la democracia en España. De todos los ataques emprendidos contra la convivencia democrática -algunos tan demoledores como el control partidario de las instituciones estatales-, el más pernicioso, sin duda, ha sido el intento -hasta ahora fallido, pero no hay motivo para levantar la guardia- de poner una mordaza a los medios.

Cuando el Partido Popular ha pedido, con algún retraso, pero en el momento más oportuno, una comisión parlamentaria que investigue Filesa -dudo mucho que se constituya, o de ser ya irremediable, de que sea ' efectiva-, el presidente del Gobierno contestó espontáneamente que habría que ampliarla a otros casos de corrupción que afectarían al PP. Es harto significativo, sobre todo para los que se han esforzado en mostrar las grandes diferencias que habría entre González y Guerra, el que el primero, al sentirse acosado, reaccione en la línea de defensa que puso en marcha el señor Guerra.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Como se recordará, en la famosa sesión parlamentaria de febrero de 1990, al verse el entonces vicepresidente del Gobierno confrontado con las historias de su hermano, trató de salvarse recurriendo, en primer lugar, a la brillante teoría de la conspiración: detrás del caso Guerra sólo habría una campaña orquestada por no se sabe qué fuerzas oscuras de la ominosa derecha, por cierto, doctrina oficial de la que todavía no se ha desdicho el partido. Ante la comisión parlamentaria que le investiga, el señor Roldán ha buscado amparo en esta misma doctrina, y lo ha hecho también, de alguna forma, el señor Rubio, tan potentes serían los enemigos que se habría creado por su conducta severa. El segundo recurso consistió en sacar a relucir cartas y amenazar con más dossiers, para el caso de que no cesen las imputaciones. Pues bien, de la misma manera que Guerra y Roldán -que no les molesten demasiado, porque si les tocan mucho las pelotas, podrían repartir mierda por doquier- ha reaccionado el presidente.

En efecto, en la respuesta a la petición de constituir una comisión que investigue Filesa se transparenta el supuesto de que ambos líderes sabrían mucho más de lo que dicen y que más vale seguir manteniendo el pacto de silencio, impidiendo que se lancen los unos a los otros los escándalos a la cara, porque el cuento podría terminar como en Italia.

En este punto importa sobremanera que el PP acepte el envite, y del discurso anticorrupción -que por fin ha pronunciado de manera cabal- pase a seguir las pistas de tantos rumores como corren por doquier, sin temer que la basura también pueda salpicar a sus filas. España necesita una catarsis ejemplar para poder confiar en algo o en alguien, y no hay posibilidad de que vivamos en paz sin un conjunto de creencias compartidas y algunas confianzas básicas.

Porque no se trata de corruptelas menores -a estas alturas, la historia del despacho sevillano parece ya una anécdota propia del caciquismo decimonónico-, sino que en la picota se encuentran dos instituciones del Estado, a las que compete la defensa de los dos bienes -el dinero y la seguridad ciudadana- que, pese a que no sean los más valiosos -posición que, sin duda, ocupan la libertad y la dignidad de las personas-, son, sin embargo, los que más aprecian los ciudadanos, y ambas entidades se ven amenazadas por sospechas de corrupción, que cada día parecen más fundadas, defraudando ya hasta el último que todavía no se había enterado de qué iba la cosa: y el resultado del 6 de junio muestra que no eran pocos.

Desde que, a comienzos de 1990, saltó el caso Guerra, no hemos parado de recibir sustos de infarto, y más por la forma de reaccionar el "socialismo" -permítaseme que lo ponga entre comillas para achicar la vergüenza- que por los contenidos mismos, pese a que la gravedad de los asuntos ha ido en vertiginoso aumento, hasta el punto de que los últimos cuatro años han sido aciagos para la imagen de honradez que había heredado -sin mérito alguno por su parte, también hay que decirlo- un "socialismo renovado" al que le había tocado el alto honor de contar con la confianza de una buena parte de los españoles: ¡qué gran oportunidad histórica, ya irremediablemente perdida!

En estos años hemos visto a los "socialistas" en el poder moverse a la zaga de los acontecimientos, desde negar la evidencia, para pasar, luego, empujados por los datos acumulados, a la judicialización de los asuntos, escudándose en el principio constitucional de inocencia. Tal actitud carga en los tribunales una tarea -el mantener limpia la imagen de los políticos- que no les concierne, y que, además, ejecutada sobre la reforma desgraciada del Consejo General del Poder Judicial en 1985, ha supuesto, en realidad, una politización y, con ello, un deterioro real de la imagen de la justicia: en vez de limpiar, como se pretendía, la de los políticos, el resultado ha sido ensuciar la de algunos jueces, con una pérdida considerable del prestigio de la justicia como poder del Estado. En el fondo, esta judicialización forzada provenía de negarse a distinguir entre la responsabilidad política y la penal, distinción tan obvia y funda-

Pasa a la página siguiente

Viene de la página anterior

mental que me dicen que en el último congreso del PSOE al fin se ha elevado a principio, aunque, antes de su reconocimiento, hubiera sido aprobada con más del 90% de los votos, pese a que le rondase la sombra de Filesa, la gestión de la ejecutiva saliente, y sin que a lo largo del congreso se haya aclarado a quién corresponde la responsabilidad por la financiación irregular del partido. Para poco ha de servir un congreso que no ha aclarado lo principal.

Una vez que se ha tenido que asumir la diferencia entre responsabilidad política y penal, en un asunto que se prejuzga ya penal, como el caso Rubio, se han saltado, sin embargo, todas las barreras que protegen la dignidad del acusado, incluso dejando de respetarse el principio constitucional de presunción de inocencia, y todo ello con tal de desviar la atención del escándalo principal, a saber, que nadie está dispuesto a asumir la responsabilidad que se deriva del caso. Los mismos "socialistas" que se callaron como muertos hace dos años, impidiendo una investigación exhaustiva, han dado el espectáculo deprimente de llevar a cabo un interrogatorio denigrante para la persona de Rubio, con el solo fin de centrar en su persona todo el odio de la ciudadanía. Los que durante tanto tiempo se resguardaron en la presunción de inocencia, respeten ahora la de Mariano Rubio y asuman, en cambio, la responsabilidad política que les corresponde.

Tanto el caso Rubio como el caso Roldán no se conciben sin un ambiente especial y dentro de una cultura política determinada. Las responsabilidades penales en que hayan podido incurrir corresponde a los tribunales aclarar, pero es la parte menos interesante de esta historia, aunque sea la más onerosa para los implicados. Para el resto de los españoles, lo decisivo es que hagamos transparentes las condiciones políticas en que pudieron darse estos y tantos otros casos parecidos.

Por lo pronto, lo que hoy se conoce del comportamiento del señor Roldán no es concebible más que dentro de una corrupción generalizada en el Ministerio del Interior: el reparto interno de los fondos reservados es un dato tan seguro como indemostrable, por el carácter "reservado" de los fondos. Con los GAL, la sociedad española asumió el crimen organizado desde el aparato del Estado; que ahora no se asuste si héroes que se confunden con gánsteres se toman la parte del botín a la que se reputan acreedores. Los fondos reservados están destinados a corromper; entra dentro de la lógica el que los corruptores de los otros terminen por corromperse a sí mismos y al final no hagan remilgos a participar del mismo saco, poniendo un alto precio a sus servicios no siempre limpios.

No deja de ser significativo que en los dos únicos casos en que el presidente ha puesto la mano en el fuego para garantizar la honorabilidad de los sospechosos, el comisario Amedo y el gobernador del- Banco de España, haya salido quemado. Lo terrible es que si de verdad se hubiera sentido engañado no hubiera podido aguantar psico-. lógicamente tamaño desconocimiento de lo que ocurre en dos instituciones básicas del Estado, y hace tiempo que hubiera presentado la dimisión.

Con todo, lo más duramente revelador es una frase del presidente que transcribo tal como la encuentro: "Pide [Aznar] la dimisión y no presenta una moción de censura. No voy a dimitir, y ya sé que ciertamente les conviene que no dimita". (La cursiva es mía). Si el presidente sabe que la responsabilidad política de algunos escándalos y, sobre todo, de la cultura política que, primero, los ha hecho posibles -falta de transparencia democrática- y, segundo, ha permitido su ocultación o trivialización -anteponer los in tereses del grupito en el poder a los de la nación- le "concierne" directamente, y tampoco puede escabullirse ya a la evidencia de que, para poder intentar un nuevo comenzar, España necesita de una catar sis profunda que exige como primera medida su dimisión, ¿qué motivos tiene para no hacerlo, que no sean la misma adicción al poder o el temor de que, una vez perdido, se levante la veda y le ocurra lo que al muy honorable ex gobernador del Banco de España?

Llama la atención que, aunque dicho con esta mezcla de orgullo satánico y de fina ironía que le caracteriza, pero que revela que es plenamente consciente de la situación en que se encuentra, se niegue a dimitir, aun a sabiendas de que su permanencia favorece el avance de la oposición. No menciona, ni se trasluce en el horizonte, un solo proyecto para el futuro que pueda entusiasmar; pretende únicamente ganar tiempo para que se olvide lo ocurrido -ha comprobado ya repetidas veces que los españoles no gozamos de buena memoria- y arribe al fin la tan esperada recuperación económica -fuerza mágica que no se sabe cuándo ni de dónde viene- y nos saque a todos del atolladero. ¡Con los problemas que tiene España y tocando fondo en lo económico, la única propuesta es que sigamos como estamos desde el 6 de junio, cerrando los ojos a lo que ocurre a nuestro alrededor, a la espera de que llegue la recuperación!

Cuando todavía había tiempo, el 12 de febrero de 1990, apareció un artículo en el que anunciaba, una vez culminada la etapa, con sus luces y sus sombras, del felipismo, la necesidad de preparar el relevo. Entonces ponía énfasis en que un estadista muestra su talla, tanto por la manera de su acceso al poder y la obra realizada como por la forma en que prepara su reemplazo, con el fin de que el mismo partido que lo ascendió tenga la oportunidad de continuar su obra, corrigiendo lo que fuese necesario. La triste experiencia es que Felipe González se ha amarrado al poder, no en el discurso, ya que su soberbia autista de vez en cuando le empuja a amenazar con marcharse, sino en el comportamiento real que ha supuesto el que cada día sea más difícil la sustitución, rodeado de gentes que, sin la talla ni la ambición de reemplazarle, saben que pervivirán en la política lo que dure el jefe.

Nunca como en estos días ha quedado tan patente la fragilidad del partido gobernante, que, sin un gesto de protesta ni el menor intento de modificar el curso de los acontecimientos, a grandes zancadas desciende hacia su pulverización en el abismo. La trágica historia del "socialismo" español culmina en que su destino inmediato ya no está en manos del líder, ni de sus seguidores o contrincantes de dentro o de fuera del partido, sino que única y exclusivamente depende de lo que decida, y de cuándo lo decida, el señor Pujol.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_