_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Contra la LOGSE..., el 'dicurso del método'

Víctor Gómez Pin

"La filosofía es ciertamente una guerra..., una guerra contra la estupidez". Quien con tal radicalidad glosaba hace unas semanas en París una conocida frase de Hegel es un catedrático de Matemáticas (el profesor G. Chatêlet) y, por consiguiente, no un filósofo sospechoso de intenciones corporativistas en su elogio de la disciplina. Hace poco más de un año, este universitario francés participaba en España en un congreso indiscutiblemente filosófico, y asumido como tal, que reunía a representantes eminentes de disciplinas que van desde la física teórica a la reflexión musical contemporánea, pasando por la investigación matemática de punta. Vaya por delante que en este congreso nadie pretendía reivindicar un saber interdisciplinar, si éste se concibe como mera acumulación en una persona de los diferentes saberes especializados. Todo el mundo partía de la razonable convicción de que ya es difícil ser especialista en una sola materia y, por consiguiente, vano el pretender serlo en varias. Simplemente, se reivindicaba la existencia de puntos de intersección que serían algo más que meros accidentes. Por el contrario, en ellos encontraría explicación el hecho de que el investigador inmerso en lo más genuino de una tarea científica o artística en ocasiones se encuentra formulando interrogantes que parecen más bien propios de una disciplina paralela. Problemática, desde luego, poco novedosa, respecto a la cual quizá no sea ocioso traer a colación algo bien sabido.Descartes escribe un tríptico científico (Geometría, Dióptrica, Meteoros), cuya publicación no concibe por separado. Para justificar tal exigencia, reivindicativa de la unidad de la razón, redacta (a petición de su editor) un prólogo cuyo título es... el Discurso del método. Pues bien, imagínese la desolación del autor si hubiera llegado a constatar que en ciertas instituciones (las de letras) se enseña tan sólo el Prólogo de su obra, mientras que en otras (las de ciencias) se enseña exclusivamente, y en orden disperso, el temario. Poco sería su consuelo al ver los lazos tan inesperados como grotescos que entre ambos polos llegan a fraguarse; así, cuando moralistas cronistas sociales se aúnan a meros adivinos para realzar con su verbo los grafos de la Máquina de la verdad, popularmente identificados a la severidad de la ciencia.

Frente a esta barbarie se alza ciertamente la filosofía, pues aun separada de las referencias científicas que le dan vida, la lectura de Prólogo cartesiano que constituye el Discurso del método alienta una exigencia de reencontrar el contenido del saber sin sacrificar una visión unitaria portadora de sentido. El adolescente, estudiante de Bachillerato, no renuncia así totalmente a la exigencia de lucidez que Aristóteles sitúa como rasgo genuino de la condición humana. Todo ello con el consiguiente peligro para su inserción en un horizonte profesional en el que bajo el eufemismo de especialización lo que realmente impera es el principio de "cac1a loco con su tema".

De ahí que el legislador, y en el mareo de la llamada LOGSE, haya puesto en marcha un dispositivo legal que, con algún disimulo, apunta a la liquidación (te la filosofía, encasillándola definitivamente como maría (optativa) adscrita en exclusiva al Bachillerato de Humanidades. Por el momento, y de modo experimental, parece que será suprimida de la llamada Selectividad. Pues bien, que el legislador no se confíe.

El futuro estudiante de Matemáticas o de Arquitectura acabará leyendo el Discurso del método fuera de la docencia impuesta, descubriendo en él ese aroma de frescura que, ya antes que al actual legislador, inquietó y pareció subversivo al teólogo de la Sorbona. En tal lectura no estará solo: contará con la complicidad del artista y del científico que (en los momentos auténticamente creadores de su actividad) experimentan que su esfuerzo particular desemboca en lo universal, que su exigencia (le intelección de tal o tal aspecto se ha convertido en exigencia de intelección de algo que concierne a todos los aspectos.

Víctor Gómez Pin es catedrático de Filosofía en la Universidad del País Vasco.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_