Herencia de Redondo
LAS MISMAS pasiones, idénticos desplantes, similares incertidumbres con vistas al futuro: el destino ha querido subrayar este fin de semana un paralelismo entre el PSOE y la UGT que sobrevive a su divorcio. La dificultad, de integrar a la minoría, el recurso a los barones para compensar la debilidad del centro, la búsqueda de coartadas ideológicas para justificar las batallas por el poder, han caracterizado tanto al congreso de UGT como al reciente del PSOE, prolongado en los de carácter regional de estos últimos días y muy especialmente en el de Andalucía. Ese paralelismo cuestiona la pretensión de que los dirigentes sindicales son de una pasta especial, diferente a la de los políticos profesionales: unos y otros viven de la financiación pública, y son movidos por similares estímulos, psicológicos o materiales, incluyendo la resistencia a asumir abiertamente las propias responsabilidades cuando vienen mal dadas.Cuando, hace cinco meses, Redondo anunció su retirada, resistiendo las presiones de quienes le sugerían seguir durante un par de años, apuntó los nombres de tres posibles sucesores, y ninguno de ellos era el que ayer fue investido como nuevo secretario general. Redondo invocó los nombres de Saracíbar, Alberto Pérez y Manuel Fernández Lito. Nadie pensaba entonces en Cándido Méndez. Su candidatura apareció como resultado del escándalo de la PSV, que dejó marcados a los miembros más caracterizados de la anterior dirección. Sin ese asunto, la sucesión habría estado entre Antón Saracíbar y Alberto Pérez. El primero, muy ligado a Nicolás Redondo, entendió que su presencia supondría trasladar a la nueva dirección esa mácula compartida. La solución fue colocar al segundo candidato, Alberto Pérez, como número dos de una candidatura encabezada por Méndez, elegido por considerársele menos conflictivo que otros posibles. En cuanto al tercero, Lito, encabezó sin éxito su propiá alternativa.
Recurrió para ello a un par de temas clásicos del debate sindical: el alcance de la alianza con otros sindicatos y la prioridad de la organización por federaciones o por uniones territoriales. Detrás de ambos asuntos estaba el balance entre la dimensión reivindicativa y la negociadora del sindicato. Muchas veces se ha advertido el paradójico efecto de la ruptura de la UGT con el PSOE. Por una parte, permitió a ese sindicato desprenderse de los lastres que venían dificultando su acción reivindicativa desde la llegada de los socialistas al poder; pero, por otra, la obsesión, ahora en negativo, respecto a ese partido determinó una estrategia orientada a marcar distancias con el Gobierno antes que a alcanzar acuerdos razonables. Esa línea reivindicativa favoreció la alianza estable con CC OO, pero últimamente incluso ese aspecto era cuestionado: el sindicato de Gutiérrez fue en 1993 más favorable a firmar el pacto social que el de Redondo.
Poner el acento en las federaciones puede interpretarse como una forma indirecta de subrayar la dimensión negociadora, sindical en el sentido de menos política y más abierta a la negociación por sectores productivos que a los grandes pactos nacionales; también, en ese sentido, más favorable a una cierta normalización de las relaciones con el Gobierno. Todo ello en términos relativos, porque no se sabe de nadie que sostenga expresamente lo contrario, y, de hecho, las resoluciones aprobadas van en parte por ahí. Puede hablarse, por tanto, de una continuidad mitigada.
Y ello porque, si bien es impensable una marcha atrás respecto a la autonomía del sindicato, la especial situación de estos últimos años es irrepetible. Porque el PSOE no va a seguir gobernando indefinidamente, pero también porque no es probable que vuelva a producirse la conjunción en la cúpula de UGT entre el teórico máximo de la autonomía sindical, Zufiaur, y un dirigente que también lo fue del PSOE, y tan marcado por ello como Nicolás Redondo.
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