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Parejas homosexuales

Dos noticias importantes, y nuevas, revelan lo que ha cambiado nuestro país, desde las posturas rígidas de años anteriores, en las que la moral al uso discriminaba a una parte importante de los ciudadanos españoles. Me refiero a los homófilos, como gusta llamar a quienes tienen esa vertiente hacia otra persona del mismo sexo, mi amigo, un ermitaño católico que tiene esa condición, y se dedica a una actividad de amistad, comprensión y defensa de quienes son como él.La Asamblea Autonómica de Madrid ha roto las barreras al pedir, mediante una proposición "no de ley" al Gobierno de la nación una "Ley de Convivencia" que conceda a las parejas estables, sean hetero u homosexuales, y que vivan a lo menos un año juntas, los derechos sociales, económicos, legales y administrativos que les deben corresponder en su situación vincular de hecho, para no resultar discriminados socialmente.

Y lo más interesante es que la votación favorable ha sido casi unánime, superando las diferencias políticas de los votantes que pertenecían al más amplio abanico de ideologías, otras veces enfrentadas.

Un ejemplo interesante, de vuelta al concepto de ley que tenían nuestros inteligentes pensadores del siglo XVI, los dominicos Vitoria o Soto, y los jesuitas Molina o Suárez. Los defensores de los derechos humanos básicos, de una ética natural y no confesional, y de unas leyes que se basasen en la convivencia de todos, y no en las opiniones morales de un grupo religioso, aunque fuese el mayoritario católico.

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Son la convivencia, la paz social y el consenso los que deben dirigir las leyes del país. Y yo, como cristiano, me avergüenzo de que hayamos perdido esa tradición abierta, y la hayamos sustituido por la cerrazón confesional de un catolicismo oficial desfasado y discriminador.

El avance que hemos dado con este hecho es mayúsculo. Por fin hemos superado en esto la ideología nacional-católica que todavía planea frecuentemente en la mente de católicos, sean laicos u obispos, cuando se plantean los problemas de la enseñanza, del divorcio o de algo más delicado sin duda, pero no menos atendible, aunque con cuidado ciertamente, como es el aborto.

Avance al que se une el de un alcalde ejemplar y bien popular, como es el de la ciudad de Vitoria, José Ángel Cuerda, que no será dudoso para los que militan en las Filas católicas.

Sin pensarlo más, ha establecido un Registro Municipal de Uniones Civiles que reconoce -desde el punto de vista del Ayuntamiento- la misma consideración social, administrativa, jurídica y económica que los matrimonios a quienes sean parejas que se inscriban en él, aunque no se hayan casado. Y admitirá lo mismo parejas heterosexuales que homosexuales, igual que hace la proposición de la Asamblea de Madrid.

Yo he asistido y participado recientemente en algunos programas de televisión donde ha surgido el problema social homosexual, incluso desde el punto de vista católico, porque parece equivocadamente que todo está dicho para el creyente y cerrado el asunto, sin consideración a lo que vive el que, o la que, es homófila. Se les dice -como hace el Catecismo reciente de la Iglesia católica- que "están llamados a la castidad", entendiendo por ello el celibato perpetuo, como si fueran monjes apartados de la vida corriente.

Y cualquiera con sentido común se pregunta si esta exigencia moral es justa. Y yo creo que no, porque, en los mismos textos de la Iglesia, veo una flagrante contradicción, aparte de lo que nos puede decir un estudio desapasionado y sereno de la condición homosexual, tal y como hoy se la conoce científica, humana y socialmente.

Existen tres textos oficiales para todos los católicos: el de la Sagrada Congregación romana para la Fe, publicado en 1975; el de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, de 1983, y ahora, el Catecismo universal de 1992.

El primero confiesa que hay homosexuales "irremediablemente tales"; el segundo utiliza una expresión menos objetiva y más paternalista, pero, en el fondo, quiere decir, en lenguaje molestamente eclesiástico, lo mismo: que experimentan "una innata debilidad", y el tercero señala algo más exacto, dentro de la manera tradicional de hablar que tiene esta moral: se reconoce que hay "un número apreciable de ellos con tendencias homosexuales instintivas", por tanto, espontáneas y, para ellos, normales, al ser así su naturaleza.

Y, ¿no dice el mentor intelectual oficial de la Iglesia, santo Tomás de Aquino, que la moral no es otra cosa que la prolongación de nuestras inclinaciones naturales (santo Tomás, II-II, q. 108, a. 22)? Luego lo moral, para la generalidad del que es homosexual, será seguirlas, a menos que tenga la vocación de monje célibe, como en algún caso excepcional le ocurre al heterosexual, según la doctrina católica.

¿Se le puede condenar, desde el punto de vista cristiano, a diferencia del que es heterosexual, a una castidad rígida que no se le pide a éste? ¿No es verdad también que una regla moral del catolicismo tradicional era que "si la continencia es un martirio, no se puede imponer" (cardenal Albanus, Elucubrationes, Venecia, 1571)?

El gran teólogo seglar que fue el canonista español y profesor Jaime Torrubiano, a propósito del celibato sacerdotal obligado, decía en 1934 que "no es el sacrificio cristiano un sacrificio aniquilante", y lo decía a propósito de la condición heterosexual; y que exigirlo estrictamente llevaba entonces a un 90% de incumplimiento en el clero español, según su amplio conocimiento del mismo. Cosa corroborada por lo que ocurre actualmente con el celibato eclesiástico en Estados Unidos. El sacerdote y profesor de Sociología de la Universidad John Hopkins de Baltimore A. W. Richards Sipe publicó en 1990 la encuesta sociológica que hizo del clero estadounidense, y resultó que sólo el 2% lo cumplía estrictamente; el 47% sólo lo vivía relativamente; el 21,5% tenía resuelta su vida secretamente, pero a espaldas del celibato, con una pareja estable, y el 10% tenía relaciones homosexuales (Información Adista, septiembre de 1990).

Con estos datos basta para echar por tierra esa castidad inhumana, sea extinguiendo el celibato del clero latino, o esa misma castidad para el homosexual que no tenga vocación para ello.

Y el caso no es pequeño, porque en el mundo calcula Kinsey que habrá de un 7% a un 8% de homosexuales. Lo mismo que opina otro experto como es el médico psicoanalista y sacerdote Marc Oraison.

¿Por qué no utilizamos de una vez el sentido común, y dejamos de pretender imponer normas tan estrictas, que no son para quienes tienen una situación diferente de los que somos heterosexuales y, por ello, los discriminamos; y que cuando se aplican a nosotros en algunos casos, como el del celibato sacerdotal, el resultado es nefasto, humana y socialmente?

Que a los heterosexuales nos haya costado mucho llegar a respetar y a no juzgar a quien es de otro modo sexual que nosotros, no quita para que, seamos como seamos, estemos dispuestos a reconocer social, económica y legalmente esa situación, como ha hecho la Comunidad de Madrid y el alcalde de Vitoria.

E. Miret Magdalena es teólogo seglar.

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