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Ya te lo dije, ya lo veras

Juan Cruz

Ya te lo dije. Ya lo verás. Yo, de ser tú, no lo haría. Eso será un fracaso. Ni lo intentes.Cada español tiene dentro un agorero que se sienta a ver el cadáver del fracaso ajeno mientras garantiza su propio éxito en su quietud: ya verás cómo te das el tortazo.

Hay varias versiones de ese carácter nacional del agorero. Ese que acabamos de describir es el que corresponde, en efecto, con la categoría del yaverasismo. Consiste en advertir al que inicia una aventura o intenta una idea del final infausto de su iniciativa. El yaloverasista se rodea de un único argumento: la propia expresión "ya lo verás". No siente la necesidad de explicar los instrumentos científicos en los que basa su adivinanza, pero tuerce el gesto centrándolo en el escepticismo de que es capaz la nariz y con eso ya parece que quiere hacer el guiño definitivo: "Bueno, ya tú lo verás". El yaloverasista subraya con un énfasis fatal la palabra tú, de modo que ya no quepa duda de que eres un imbécil incapaz de captar la sabiduría en que él se sustenta para establecer el tenor de tu futuro.

El yatelodijista es una variante habitual del yaloverasista. El yatelodijista es el que hace la crónica de la muerte anunciada, aunque nadie recuerde que él la haya previsto jamás. Ante el hecho que se haya manifestado -una aventura que salió mal, fundamentalmente- se situará ante ti, te escrutará tus ojos escrupulosamente tristes, o incluso indiferentes, y te dirá con la conmiseración fatal de estos estereotipos: "Ya te lo dije, yo ya te lo dije", y ahí subrayará el yatelodijista la palabra yo, porque es él quien ha triunfado en ese duelo sin cuartel entre el agorero y su víctima. (Una variante terrible de este agorero es ese policía que el otro día se explicó ante los micrófonos la matanza que habían llevado a cabo colegas suyos en Vigo: "Uno de ellos. llevaba pendiente y el otro se teñía el pelo: algo malo tenían dentro").

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Cada agorero tiene su víctima, evidentemente. Y este tipo de agorero retrospectivo es especialmente peligroso, porque despista mucho al contrario. Nadie recuerda, como decimos que haya anunciado catástrofe alguna, pero se escuda en la confusión reinante después del fracaso y dirá, en medio de esa nebulosa, que él ya lo previó todo.

En este tipo de españoles que ya lo saben todo, o que al menos dicen haberlo visto todo con clarividencia y con antelación, se ha colado desde siempre otra categoría especialmente atractiva para los analistas de este tipo de actitudes terribles. Una anécdota valenciana ayuda a ilustrar sus actitudes y sus consecuencias.

Un gobernador civil de Valencia tenía la costumbre inocua de cantar en su coche, y para estimularse precisaba conducir el automóvil oficial. Su chófer y, al parecer, secretario iba en el asiento trasero, estableciendo así un paralelismo democrático muy extraño en la época franquista en que ocurrió este sucedido. Y no sólo eso: como la canción favorita era precisamente el himno de Valencia, el secretario iba detrás subrayando, como si fuera la personificación de los trombones, el porrompopón que viene después, por ejemplo, de la famosa línea que dice que Valencia es la reina de las flores. Porrompompón.

Ese español que va en el asiento de atrás es otro español bien acomodado. Asiste a las discusiones, escucha los distintos argumentos, y cuando ve quién manda en el conjunto de las voces que discrepan adopta la postura del más fuerte, del último, del que parece tener más atesorada la razón.

Ésa es una versión, acaso la menos grave, de la misma enfermedad. Porque hay una vertiente más peligrosa de ese español que se sienta detrás y grita porrompompón. Es cuando muestra su acuerdo con una determinada idea y se suma a la contraria cuando se produce un desacuerdo que proviene de alguien que posee mayor autoridad. "No", dirá con esa infinita sabiduría con que se adorna el que llega último, "si ya yo te decía lo mismo".

A todas estas teorías de españoles sentados nos hemos sumado ahora muy probablemente la mayoría de los ciudadanos, a juzgar por lo que hemos visto en los últimos tiempos en los medios de comunicación. Resulta que el actual presidente del Gobierno y el asimismo actual jefe de la oposición parecen haber llegado al buen acuerdo de encontrarse de vez en cuando para hablar de algunos hechos suficientemente graves de este país. Recuerdo haber escuchado que esas reuniones, que, antes no tenían lugar, debían celebrarse para mejorar el clima español. Se decía, según registra mi memoria, que el consenso era consustancial con la política y que, además, debía provenir su ejercicio del prepotente jefe del Ejecutivo. Bueno, pues no sé cómo se pusieron de acuerdo para establecer esas reuniones, y una vez que las han hecho no han recibido sino improperios, entre los cuales no es el más halagüeño el que indica que cuando se produce un encuentro así, secreto o divulgado, alguno ha puesto a disposición su autoridad, sus convicciones o, y esto es lo que se dice, sus pantalones.

Es la moral del fútbol. Hay que tener piedad con el débil, o con el contrario, pero hay que ganar por goleada. No es bueno que haya mayoría absoluta, pero si hay un consenso derivado de una mayoría incierta conviene no ceder un ápice, porque entonces los gobernantes serán reos de despreciable blandura.

Y a todos estos personajes tan españoles, estos lastimeros que siempre esperan del fracaso ajeno su propio triunfo, hay que sumar la del español simplemente despectivo, el que no cree en nada y además lo tiene a gala porque ya sabes, este país es una mierda. Son los españoles burlones, los que se callan con medias risitas mientras los demás tratan de elaborar una conversación o de construir una historia.

Y hay que sumar, claro, a esa lista de estereotipos el español callado, al que los demás han de considerar especialmente sagaz e inteligente, justamente porque no dice nada. Es el español del chiste de los tres loros.

El chiste dice así: una persona va a comprar un loro y elige entre tres. El primero, le dice el vendedor, vale un millón de pesetas y sabe decir la Biblia en español y en inglés. ¿Y el segundo? El segundo vale dos millones. ¿Y qué habla para valer tanto? Dice la Biblia en inglés, en francés y en español. ¿Y el tercero? Oh, ése vale 30 millones. ¿Y qué habla, pues? Hablar no habla nada, pero los demás le llaman maestro.

Y así sucesivamente. Españoles que ya lo sabían, españoles que lo predicen, españoles que desconfían, españoles que esperan que se equivoque el otro para tener razón. Al fin y al cabo, españoles como todo el mundo, supongo.

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