Pandora en Moscú
La malsana hegemonía de un discurso tiende a desnaturalizarlo y a embotar la conciencia de quienes lo elaboran y administran. La bancarrota intelectual y el endiosamiento son, por eso, las dos caras opuestas de tal Jano embaucador. No otra es la conclusión que se infiere de la sorprendente similitud entre los autorizados gremios de ciertos economistas en boga y el vetusto alcázar de la teología medieval. Legitimadores de poder los unos y los otros, consejeros orgullosos y perdonavidas, en ambos se percibe esa curiosa mezcla de ciencia (o pretensión a ella) y de mafia, a modo de inextricable amalgama que se encumbra sobre el destino humano y las esperanzas de bienestar y salvación de las sociedades. Búsqueseles la función, nos enseñó egregiamente Bronislaw Malinovsky, y desvelaremos el arcano de las creaciones culturales que nos ocupan. Los teólogos escolásticos debatían con grave pompa sobre el ser de Dios y su Providencia, sobre el poder real, la licitud de la esclavitud y la usura, el empleo de ciertas técnicas de guerra entre cristianos, las prerrogativas del príncipe, los deberes del súbdito y el castigo justo del hereje. Dilucidaban, en fin, qué cosa era el bien y qué cosa . era el mal. Asimismo, aquellos sabios varones preveían calamidades y penas, no por invisibles en ultratumba menos temibles y coercitivas, para quienes no obedecieran sus dictámenes. ¿Acertaban los teólogos en sus análisis y en sus previsiones? Hubiera sido (e históricamente así fue) harto dificil preguntarlo en su tiempo de forma franca y directa, porque ¿desde qué discurso alternativo se podía poner en radical cuestión esa pretensión de verdad de una teología racionalizadora que casi todo colmaba? El brazo secular, él mismo avalado por aquellos ventrílocuos de Dios, no tardaría en castigar ejemplarmente al descarriado cuestionador de esa ciencia hegemónica: como aseveraba con desarmante candor el gran vocero de aquel gremio, santo Tomás de Aquino, "la Iglesia aborrece la sangre". Tan desagradable labor se le encomendará al magistrado civil, encargado de ajusticiar al hereje relapso y de confiscar la hacienda del arrepentido (Summa theologiae, parte II,IIae,qu.11).Los herederos contemporáneos de aquella funcional fusión de legitimación y arbitrio de la cosa pública no son menos universales en sus pretensiones.
Tampoco se encuentran menos protegidos que los versados en cosas divinas a la hora de administrar dictámenes y pronósticos seculares. En los dos casos, una jerigonza intrincada y una multitud de distingos hoy día acompañados de un diluvio de estadísticas, guarismos y gráficos acorazan al sabio frente al buen sentido o la experimentada y suficiente dubitación del lego: se trata, a la postre, de que nuestro teólogo-economista tenga respuesta para todo. Así, en Rusia o en las Chafarinas, las recetas del economismo vulgar no parecen conocer matices. La doctrina es sencilla: el mercado equivale a la prosperidad, la prosperidad equivale al mercado, y para alcanzar ambas cosas el economista asesor no duda en abrazar aquella indiferencia antropófaga ante la vida concreta de cada hombre y de cada mujer que el teólogo hacía también suya por amor de la salvación futura del alma. De esta suerte, como pone de manifiesto el kremlinólogo Jacques Sapir en un luminoso ensayo (Feu le systéme soviétique, París, 1992), el leninismo ha pasado a metamorfosearse en liberalismo monetarista al confiar ahora la ilusión de un nuevo Gran Mañana a otro grupo de expertos profesionales, provistos de todos los poderes al modo de los antiguos revolucionarios (que también lo eran de profesión). Sea Yegor Gaidar o Borís Fiodorov, o sus consejeros y autores del Fondo Monetario Internacional, el nuevo legitimador del orden comunitario no hará sino calcular el bien futuro dando por descontado el inevitable mal presente, como los viejos doctrinarios del bolchevismo consideraban inevitables también las medio recono cidas atrocidades de la colectivi zacion agranal la industrialización forzada, la precariedad material del cada día o los "excesos" en la necesaria represión de los enemigos. Ahora, el especialista bebe en otras fuentes, pero si con su gestión la miseria se dispara, los indicadores económicos se embrollan y la explosión social amenaza cada día, entonces puede recurrir a una expeditiva solución: abandonar la "terapia de choque" con la resignación del médico que condena a muerte a un quejicoso paciente incapaz de soportar ese presunto tratamiento que con tanto dolor le está matando. La ciencia queda así a salvo, incólume en su verdad.
Como no se ha previsto ni quizá pueda preverse cuánta hambre ha de padecerse primero para saciarse después, o cuánta criminalidad, corrupción, desamparo, indigencia y canibalismo callejero puede resistir una sociedad para acceder a la salud, el fracaso de la prescripción monetarista nunca podrá probarse con el ri gor necesario: solo se muestra la escasa paciencia del pueblo que aspira a la curación. Por este motivo, el proclamado descalabro electoral de Gaidar y de su gente no anuncia necesariamente el abandono de esa concepción arbitrista del gobernar que está destruyendo Rusia, pues con la fácil previsión del caos venidero bajo la égida de Chemomyrdin se argumentará que, de haber aguantado un poco más (ese poco más de los revolucionarios y de los teólogos mesianistas), el país ya habría salido del trance y de la desesperación.
La pregunta se impone, pues, con toda crudeza. ¿Dónde está la racionalidad económica aquí? Quizá mejor: ¿existe una entidad que podamos designar como tal? Como es el caso con toda ciencia inmadura, es inútil buscar una longitud y una latitud precisas que encuadren a las claras la racionalidad económica. Y ello no se debe a que se busque una noción en exceso abstracta, sino al olvidado y crucial detalle de que lo deseable, lo valorativo, lo axiológico, se entremezclan de forma inextricable con lo presuntamente cognoscitivo, con lo que medios y fines se cosifican como algo ajeno a toda discusión racional: la irrebatible y bienhechora lógica del mercado. Tales son los prolegómenos de esta fe. A nadie debería extrañar, por tanto, que desde autorizados foros (The Economist, 11 de diciembre de 1993) se argumente que, en el fondo, lo aplicado en Rusia no es una verdadera "terapia de choque", sino un remedio de medidas que habrían de ser más rigurosas aún. El castigo para la sociedad que, apelando a las urnas, no acepta ese cuantificado martirio es el de verse golpeada por el brazo secular -el propio y el ajeno- con toda la violencia directa e indirecta que el Estado sabe manejar en su faceta represora y coercitiva. Como la Santa Iglesia, los modernos teólogos-economistas son ajenos a la sangre; mas no titubean cuando llega el momento de hacerla derramar a raudales por sus socios de poder.
Quizá los dogmáticos que hasta hace muy poco dirigían la descomposición galopante de la sociedad rusa no desean sino crear allí las condiciones de Haití o de Bangladesh para encaminarse a ese "largo plazo" que en economía se corresponde con la gracia santificante o con la misma gloria. O salvación o infierno: el economista-teólogo no puede morar en la ermita de lo humildemente razonable y aspira a lo catedraliciamente racional. A la postre, lo significativo en un discurso de poder es el ser reconocido como tal, y no el revelar incógnitas o configurar un consensuado saber. Como en la fenecida aventura marxista, los caídos en el camino sólo cuentan a beneficio de inventario; como en otros lugares, inmolar seres concretos en el altar de un ser o teoría abstractos es en Rusia una ya comprobada fórmula de hacerse temer, aunque no respetar. De ahí la rapidez con que sobreviene la disgregación comunitaria y la omnipresente irrupción mafiosa en cuanto los mecanismos de sujeción social se relajan en la jungla del zoco que nomenklatura y demokratura (como ahora se dice) explotan y aprovechan.
¿Cuál es hoy por hoy el resultado de ese nuevo leninismo monetarista amparado por la zafia baza de Occidente en Moscú, o sea, Borís Yeltsin? El fruto más pintoresco es, a no dudarlo, la figura de VIadímir Zhirinovski, votado por uno de cada cuatro electores. Jefe del primer partido legalmente reconocido y publicitado en la extinta URSS (peres-
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Pandora enMoscú
Viene de la página anterior troika de 1990), lo que justifica de pleno toda suerte de oscuras sospechas en cuanto a financiación, inspiraciones y apoyos, el nuevo caudillo ruso no debería haber causado en Occidente la hipócrita sorpresa que manifestaron medios de comunicación y Gobiernos condolidos. Al fin y al cabo, es lícito preguntarse qué versión ampliada y corregida de este lenguaraz demagogo habría salido de los comicios de aplazarse la elección y prolongarse de este modo el indiferente saqueo, desguace y despiece de lo poco que moral y materialinente aún se mantiene en pie en la nueva Rusia. Quienes han elegido al grupo que él acaudilla no han hecho sino intentar defenderse de manera torpe y, sobre todo, heredera de la atroz incultura cívica creada por 70 años de comunismo. Cabe así la pregunta esperanzadora: ¿no habrá tocado este peligroso sujeto su trompa de bufón, percibible ya en Rusia tanto como fuera de ella, en el momento adecuado, o sea, prematuro aún para sus fines? Reducido a los niveles de Manila, Bogotá o Puerto Príncipe, Moscú habría engendrado no uno, sino mil Zhirinovskis dispuestos a colocar cualquier miserable migaja nacionalista en las fauces famélicas de una comunidad embrutecida y extenuada. Con todo, el pánico causado por su elección actual en los países bálticos y el farisaico treno de las cancillerías occidentales (¿quién les había asegurado que los rusos no esbozarían siquiera un titubeante gesto de rebeldía ante la catástrofe diaria?, ¿acaso un vergonzante racismo eurocéntrico?) se plasma a la perfección en el editoral que adomaba la portada del semanario The Economist: "Weimar on the Volga". ¡Qué coincidencia! No otro sino el propio Gaidar había acudido a la socorrida comparación con las elecciones alemanas de 1933 y el triunfo de Hitler al analizar su derrota en las urnas. Mas el reino de la impunidad no conoce fronteras en el adinerado acomodo de un aséptico perito: este admirador del Chile de Pinochet y antiguo comentarista económico de Pravda descubre ahora en declaraciones a Izvestia que Rusia "no es un Estado democrático", aunque silencie el papel crucial que él mismo ha desempeñado al preparar el éxito del por todos temido antagonista.
Tal cinismo no es sino el personal trasunto del manifestado en las difundidas "preocupaciones" del Fondo Monetario Internacional al urgir al Gobierno ruso a que improvisara, en palabras del director del fondo, M. Camdessus, " una red de protección social" para las víctimas de su propia política, que entre otras cosas implicaba (¿implica?) el cierre de todos esos miles de fábricas y empresas subvencionadas y ruinosas. También la economía es milagrera: hace falta ignorarlo casi todo sobre la descomposición que el Estado sufre en la actual Rusia por obra de heredados clientelismos, mafias y poderes locales de todo tipo para exigir las dos cosas a la vez: asistencia social y desmantelamiento económico. Nadie ha parecido interesado en recordar que, en Rusia, las medidas de protección pública elementales -la vivienda, la sanidad y en ocasiones la escuela (guarderías, vacaciones ... )- suelen estar vinculadas a los vetustos engendros que se han de borrar del mapa a toda prisa si es que se desea detener esa tercermundialización del país tan detalladamente estudiada por Jacques Nagels en La tiers-mondisation de l'ex- URSS? (Bruselas, 1993). Mas la paradoja estriba en que se quiere combatir el fuego con el fuego (al cerrar una empresa rompemos la tenue red asistential que proporcionaba), y esa calculada homeopatía no engendra curación, sino fantasmas y monstruos.
A la vista de todo ello, ¿cuáles son, por encima y por debajo de la inevitable caricatura que nada aclara, los vectores culturales que convergen en el fenómeno Zhirinovski? A mi juicio, sólo la historia y la antropología rusa pueden desvelárnoslo un poco. El elemento primero y fundamental es, sin sombra de duda, la indefinición, esa característica que el filósofo y estudioso de Tocqueville Yuri Senokosov nos señala como inseparable compañera de la autopercepción rusa: ¿Europa o Asia? ¿Oriente u Occidente? ¿Tradición o modemidad?... Tal indefinición, a veces conscientemente cultivada y difundida como vulgarizado misterio del "alma rusa", es la que ha de precavemos a la hora de buscar y encontrar las patéticas contradicciones y despropósitos que sobresalen en la prédica de este vozhd' o jefe de aspiración carismática: no sólo se trata aquí del cinismo propio al demagogo y quizá a todo el que hace del negocio político su diario ganapán, sino de una constante antropológica que conforma la comunicación y el mensaje. No de otro modo, por ejemplo, es inteligible esa relación de amor-odio que Zhirinovski manifiesta hacia la aria Alemania y la peor herencia germanófila, ambigüedad que se remonta al espíritu de copia y, a la vez, de repulsión inaugurado en Rusia por las reformas de Pedro el Grande. A la indefinición le sigue muy de cerca la eslavofilia (o mejor, rusofilia) del siglo XIX, vagamente legada por pensadores como Aksákov, Jomiakov o Tiútchev: tal ideología es la que quizá alimenta el grueso del discurso nacionalista y le otorga ese marchamo moralizante y xenófobo al que los rusos pueden ser harto receptivos. El "podrido Occidente" (gnilói západ: la expresión es del pasado siglo) equivale a "chicle, droga, pornografia, prostitución...", en suma, a corrupción de un pueblo inocente. No es de esperar más profundo análisis de la zapadomaniya (o pulsión mimética de lo occidental) que tantos aspectos negativos acarrea, pues la miseria de todo nacionalismo se enraiza en la escasa e interesadamente deforme percepción del otro. De nuevo, el espejismo de las capitales ha hecho olvidar a la Rusia profunda, la del lenguaje arcaico y el sordo estallido: ¿cómo no va a resultar vigente tal discurso tras la glaciación cultural soviética y el aislamiento del país? .
Junto con la indefinición y la rusofilia, Zhirinovski hace profesión pública de paneslavismo. En el pasado siglo y aun hoy se suele confundir la eslayofilia nacional rusa y la aspiración paneslavista, pero esas dos nociones no son idénticas. Los ideales paneslavos no nacieron en Rusia, sino entre checos, croatas y otros pueblos sometidos a los Habsburgo o al Imperio Otomano. La ulterior fusión de eslavófilos y paneslavistas en la Rusia del pretérito es un capítulo ulterior que el imperialismo zarista supo explotar a la larga frente a Austria y Turquía. En Zhirinovski, esta noción se manifiesta a las claras en su chillona defensa de la "causa sagrada" de los serbios o en el iniprovisado dibujo del rehecho mapa europeo que tanta curiosidad y alarma mediática ha levantado (EL PAS, 1 de febrero). Sin embargo, más que la obra individual de un megalómano, no es dificil percibir en tal garabato el proyecto de creación de aquella gran Bulgaria que la diplomacia zarista consiguió arrancar, a modo de cuasi protectorado,en el tratado de San Stefano tras la derrota turca de 1878 y que Bismark modificó para sinsabor ruso en el Congreso de Berlín en el mismo año. El acceso directo al Mediterráneo, sin pasar por el Bósforo y los Dardanelos, mediante la creación de un "Estado hermano" que absorbiera la Macedonia griega, puede muy bien haber permanecido en el desván de los desiderata soviéticos que la Conferencia de Yalta había frustrado en 1945 y que la historiograflia al uso suele olvidar al centrar su estudio en los evidentes logros de Stalin. Esta hipótesis no es descabellada si se recuerda el sombrío pasado de Zhirinovski y su probada cercanía a los círculos decisorios de la extinta URSS. Así, el paneslavismo cubre de una semirrespetabilidad étnica el imperialismo de Alejandro III, en este caso sin la componente mesiánica de llevar la civilización y la ortodoxia a los pueblos de Asia Central, a los que Zhirinovski condena a una destrucción intestina. Hasta aquí los elementos de este discurso son localizables dentro de un acerbo histórico preciso. Sin embargo, es quizá en la pintoresca reivindicación de Alaska, vendida a Estados Unidos por Alejandro II en 1867, o en la delirante llamada a los colonos alemanes para que vayan a cultivar la tierra rusa como en la época de Catalina la Grande, en donde a mi juicio se percibe más a las claras la dislocación ideológica que, por su éxito, tales propuestas conjuran en la Rusia de hoy. ¿En dónde situar esa explosiva mezcla de ambición territorial, delirio racista y huida ante la realidad social del predicador y los propios oyentes? Recurramos a un concepto de la historia cultural rusa: el bezvremiéniye, esto es, el tiempo sin tiempo, el vacío categorialmente incolmable de vacilación y espera que suele designar el periodo transcurrido entre la derrota frente a Japón y la revolución de 1905 y la 1 Guerra Mundial. Tal época ucrónica es el receptáculo de lo fantástico y lo exangüe, del Petersburgo de Andréi Bielyi, del ego nacional desangrado como lo está en la Rusia de hoy, tras la pérdida del imperio soviético y las humillaciones que Occidente no escatima.
¿Qué esperar de esta gangrena ideológica que, junto con la previsible nostalgia de la seguridad comunista, seduce a tan gran parte del electorado y a una temible mayoría del estamento militar? Poca cosa quizá si no fuera por la bulimia mediática de nuestra época: no conozco mayor ni mejor máquina para reciclar basura que el establishment político, allende y aquende la frontera rusa. ¿Por qué la torva respetabilidad objetivada en embajadores y foros internacionales por un Mobutu, un Hassan II, un Franco o un Ferdinand Marcos no puede, con pertinentes limaduras de imagen, ungir un día a Vladímir Zhirinovski? Salvadas las distancias, no hace mucho el mismo Yeltsin también era postergado en el festín intemacional de los poderosos como un beodo de ambiciones bonapartistas y un aguafiestas de la euforia generada por Gorbachov. Mas he aquí que en ambos dictámenes se estaba en lo cierto y hoy Yeltsin es el respetado interlocutor en Moscú. Tras el autogolpe que tal demócrata perpetró el pasado año, Zhirinovski se ha contado entre sus más cercanos partidarios a la hora de aplaudir su Constitución (o carta otorgada), precisamente la que consagra el principio presidencialista, el viejo yedinovlastye del zar, por encima de todo. Sean cuales sean las deudas que Yeltsin haya contraído para sacar adelante su proyecto, el recambio de éste o de otro Zhirinovski encajará a la perfección en el entramado legal, sin algaradas parlamentarias ni convulsiones callejeras.
Basta un simple voto si el actual camino de aniquilación del país, asegurado por expoliadores internos y externos, prosigue su cegadora marcha.
Veo ahora en espíritu el estanque de Novodiévichi, en Moscú, junto al monasterio homónimo y el río. Una voz amiga me pregunta una y otra vez si "era esto lo que nosotros queríamos". ¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros? Las fuerzas, los intereses, la iniquidad humana, rebasan y desbordan la conciencia moral de cada hombre y de cada mujer. A esa lacerante pregunta sólo pude y sólo puedo ahora responder evocando la fábula de la griega Pandora , la de todos los dones. Levantado el cierre de su cofrecillo, todos los males invadieron la tierra: peste, guerra, fealdad, dolor, miseria y muerte. A la Pandora rusa le han forzado entre todos, y se ha forzado ella misma por el insoportable peso del cofre, a desvelar un cerrado secreto: el cadáver material y moral que ni la astronáutica ni el armamentismo ya podían disfrazar con las galas del embuste. También aquí han salido a la luz todas las calamidades. ¿Qué consuelo buscar entonces? Recordé a la voz amiga el colofón de aquella historia. Al final, de toda la bruma negra surgió un pajarillo y echó a volar. Ese era el don de la esperanza.
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