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La insaciable cabeza de la solitaria

La reforma de la ley electoral, aprobada la semana pasada con la vista puesta en los com1clos europeos de junio, ha aprovechado el viaje para dar un tijeretazo a los gastos electorales y bajar su techo autorizado en un 20%. Los diputados se hacen eco, así, de las quejas dirigidas contra el despilfarro de los partidos, lanzados a desenfrenadas campañas -carteles, propaganda domiciliaria, anuncios, caravanas, actos públicos- más allá de los espacios gratuitos cedidos por la televisión y la radio públicas. En Mediocridad y delirio (Anagrama, 1991), Hans Magnus Enzensberger comparó el derroche de los partidos alemanes con el Potlacht, una institución creada por los pobladores septentrionales de la costa norteamericana del Pacífico. Las ceremonias de destrucción de bienes para humillar al rival y realzar el propio prestigio estudiadas por los antropólogos tienen algo en común con el frenético despliegue de medios perecederos realizado por los modernos partidos democráticos: ambas son formas ritualizadas de despilfarro social. Sin embargo, los billetes incinerados en el alegre Potlacht de nuestra tribu no pertenecen al rumboso anfitrión, sino que proceden de los contribuyentes.En efecto, las cuotas de los militantes constituyen un porcentaje mínimo de los ingresos de los partidos; y los donativos de los simpatizantes están severamente restringidos por la legislación vigente. Así, las formaciones políticas dependen casi exclusivamente de los recursos públicos para costear sus campanas y para pagar los gastos generales de sus aparatos y de sus fundaciones: los tres afluentes por donde arriban a puerto los galeones cargados con el oro presupuestario son las subvenciones destinadas al funcionamiento ordinario de las organizaciones, a los gastos electorales y a los grupos parlamentarios. Y aunque el dinero público haya sido hasta ahora muy generoso con esos manirrotos hijos pródigos de la democracia (perceptores desde 1979 de fondos que superan con creces los 100.000 millones), las exigencias del Potlacht y la voracidad de los aparatos han conducido a los partidos a endeudarse con los bancos y las cajas de ahorro hasta cifras superiores -según algunas estimaciones- a los 30.000 millones.

Pero ni siquiera ese cuerno de la abundancia presupuestaria y crediticia derramado sobre las formaciones políticas basta para satisfacer los apetitos de sus dirigentes. La financiación irregular de los partidos españoles es un secreto a voces; y aunque la discreción de esas operaciones ilegales -sólo ocasionalmente llevadas ante los tribunales- impida un cálculo fidedigno de su monto, las cifras italianas avisan del enorme potencial de tales prácticas. Los donativos encubiertos y las comisiones delictivas son las vías usualmente utilizadas para cubrir las insaciables necesidades de los aparatos; el caso Filesa es un muestrario de los dispositivos aplicados por el PSOE para burlar los topes legales en los comicios de 1989. Dadas esas experiencias, la elogiable decisión de rebajar el techo autorizado de gastos electorales podría ser malévolamente interpretada como un hipócrita gesto masoquista de los partidos para obligarse a intensificar sus recaudaciones irregulares.

Pero no perdamos las esperanzas. De ser eficaz, la reducción de gastos electorales tal vez podría servir para purgar al sistema democrático de esa voraz solitaria que es la financiación ilegal de los partidos. No cabe descartar, sin embargo, que la insaciable cabeza de la corrupción sean los aparatos partidistas, es decir, los sueldos y gastos de representación de sus dirigentes, los alquileres y amortizaciones de sus locales y los gastos generales de sus organizaciones: sólo una auditoría imparcial de esas nóminas y cuentas -una tarea por ahora imposible- permitiría desechar tan inquietante y desagradable hipótesis.

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