España y la Unión
ESPAÑA ECHA en solitario un difícil pulso a la Unión Europea (UE). Intenta bloquear el ingreso de tres ricos países del Norte (Finlandia, Suecia y Noruega) y de uno del centro (Austria) hasta obtener garantías de que esa ampliación no afectará a su propia situación en la Unión. Un objetivo que es a la vez razonable e imposible de defender.En el fondo de esta batalla en solitario se adivina la ruptura de una ilusión: la de que España es una de las grandes potencias europeas. A lo largo de dos o tres años, en el mejor momento de la expansión económica de finales de los años ochenta, parecía que sí lo era y que sería capaz de imponer al resto de sus socios algunas de sus teorías sobre el complejo proceso de unión europea. No ha sido así, y ahora se percibe la contradicción entre el deseo de los ministros más políticos, con Felipe González a la cabeza, de no obstaculizar la ampliación y las reticencias de los más técnicos, con Pedro Solbes a la cabeza, que subrayan los riesgos económicos de acentuar la excentricidad de España en la nueva Unión.
Dentro de 10 días se cumple el plazo fijado por el Parlamento Europeo para las negociaciones de adhesión. La idea es que los cuatro nuevos miembros lo sean de pleno derecho el 1 de enero de 1995. Y ése es precisamente uno de los problemas. Cuando se reanuden mañana en Bruselas las negociaciones, el capítulo sobre la unión económica y monetaria seguirá siendo el más espinoso de la agenda. España cuestiona que las variables económicas de los cuatro nuevos miembros sean computadas a efectos de fijar los criterios de acceso a la tercera fase de la Unión, en 1997. Tales criterios -en relación con la inflación, deuda, tipos de interés y déficit- fueron fijados en base a la realidad de la Comunidad de 12 miembros. La entrada de los cuatro aspirantes, cuyas cifras macroeconómicas son en general más equilibradas, haría aún más exigentes dichos criterios. Ello es cierto, pero la realidad es que la posibilidad de que España -y bastantes otros países- cumpla los requisitos es igual de remota cualquiera que sea el baremo aplicado. En esa realidad pensaba seguramente Solbes cuando el otro día declaró que los criterios de convergencia no eran ya los mejores indicadores del estado de una economía.
Los negociadores españoles, al igual que los británicos, plantean también una mayor proporcionalidad -en relación con la población- en el voto ponderado concedido a los aspirantes, de forma que no se atribuya al Norte desarrollado una capacidad de bloqueo de las decisiones comunitarias, en perjuicio de los países con mayores dificultades económicas.
El otro problema susceptible de provocar enfrentamientos entre los socios es el relativo a la financiación y criterios de distribución de los fondos de cohesión y estructurales destinados a paliar las diferencias de renta entre los países miembros y entre las regiones más pobres y más ricas de cada uno de ellos. Los negociadores españoles pretenden que las cuotas de los países aspirantes incrementen los fondos destinados a todas las políticas comunitarias y no se dediquen exclusivamente a reducir las cuotas de los demás.
Respecto a la distribución de los fondos estructurales, España sostiene que la modificación de criterios conduciría a la desnaturalización de toda la política regional europea: las regiones meridionales más pobres (una renta del 75% o menos del PIB medio de la Unión) tendrían que competir con las septentrionales más pobres (en ocasiones, superiores al 80%, y, en cualquier caso, mucho más ricas que sus homólogas del Sur). En ambos aspectos es más razonable la posición de España, pero al defenderla está bloqueando el paso adelante que hoy necesita la UE para salir del atolladero: ésa es la contradicción de fondo.
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