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Escisión en la cima

Un partido fuertemente institucionalizado, con una coalición dominante muy cohesionada, sin facciones, con un aparato central poderoso que, de pronto, se rompe: así podría definirse lo que está ocurriendo en el partido socialista. Y se rompe no porque su dirección, bien asentada en el poder, sucumba al asedio de una generación emergente de militantes que al sentirse bloqueada en su ascenso decidiera desplazarla; o ceda al empuje de unos dirigentes periféricos que, limitados en su esfera de poder, se rebelaran contra el núcleo central; o caiga ante el ataque de unos ideólogos que, irritados por la traición a la identidad primigenia, movilizaran a las bases contra los burócratas. Ni las nuevas generaciones, ni los dirigentes periféricos, ni la izquierda socialista han puesto nunca en peligro la casi rutinaria reproducción de la coalición central dominante.Nada permitía vislumbrar hace unos años que fuera a liquidarse tan rápidamente eso que los socialistas llaman con tramposo eufemismo cultura de la negociación. Pero el binomio que garantizaba la reproducción de la élite dirigente por cooptación desde el aparato central ha quebrado. De ahí la profundidad, la gravedad de la crisis de organización abierta en el PSOE. No es una crisis cualquiera; es una quiebra del mecanismo de reproducción de la dirección. Por vez primera, los socialistas no saben cómo elegirán a su futura ejecutiva, si por voto delegado o individual, si secreto o público; no saben siquiera cómo va a ser esa ejecutiva, si restringida y con un órgano intermedio entre ella misma y el comité federal, o amplia, si homogénea o de integración, si proporcional a la fuerza de cada... de cada... ¿de cada qué?

Nombrar el qué: ése es el problema. Todo iba muy bien cuando se hablaba de sensibilidades, de tendencias, hasta de alguna que otra corriente ideológica. Pero ahora todo el mundo sabe que el partido se ha dividido de arriba abajo. Al haber competido dos listas en las agrupaciones locales se ha introducido el juego de mayorías y minorías y no queda más remedio que enfrentarse a la existencia de verdaderas facciones. Unos lo hacen expulsando un denso humo que oculte la realidad: es el caso de Alfonso Guerra cuando se niega guerrista, se identifica con la misma etiqueta que sus adversarios e inmediatamente pone encima de la mesa su 40%, exigiendo una cuota de poder proporcional.

Felipe González se enfrenta a la nueva realidad pidiendo manos libres y empujando el proceso hasta sus últimas consecuencias: ha triunfado y reclama una ejecutiva a su medida. Las minorías estarán representadas en otros órganos pero no, al parecer, en el núcleo central ejecutivo. Si esto es así, se consagraría el principio de la escisión en la cima, que Luhmann tiene como el gran hallazgo de la democracia: la mayoría gobierna con la misma legitimidad que goza la minoría para constituirse en oposición y alternativa de Gobierno. El partido reproduciría así en su estructura orgánica un campo idéntico al del sistema democrático: unos ganan y otros pierden, a la espera de ganar; una comisión ejecutiva formada por miembros de la mayoría mientras la minoría se constituye en legítima oposición y en alternativa de poder.

La cuestión es si un partido escindido en la cima puede subsistir como organización unitaria; si puede garantizar la circulación de sus dirigentes sin romperse como tal partido o está condenado, como cualquier otra organización fuertemente institucionalizada, por la ley de hierro de la oligarquía a reproducir su coalición dominante por cooptación acordada entre los propios dirigentes. ¿Puede un partido funcionar con facciones organizadas del mismo modo que una democracia funciona con partidos que compiten entre sí por el poder? Plantear en toda su crudeza esta pregunta y responderla abiertamente, sin recursos a valores deletéreos como la honradez, la fidelidad y otras monsergas de similar calado teórico, es la condición para no cerrar en falso el próximo congreso.

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