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Tribuna
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Dulce derrota

El único sentimiento que mantiene vivos y unidos a madrileños y barceloneses es el odio mutuo. Los primeros consideran a los segundos unos seres extraños ,imposibles y estirados que se empeñan en hablar un idioma ridículo y empringar las rebanadas de pan con aceite y tomate. Los segundos, a su vez, piensan que los primeros son unos horteras que visten mal, hablan a gritos y se pasan el día en el bar tomando cañas. Ese odio, primario pero estimulante, se manifiesta especialmente en la práctica del balompié. En la Liga, el Real Madrid y el FC Barcelona aspiran, en última instancia, a ganarla. Pero, a corto plazo, lo que más satisface a las aficiones blanca y culé es vencer por goleada al enemigo y humillarle todo lo que se pueda.Como individuo al que el fútbol aburre mortalmente, sólo me alegro de las victorias del Barça por motivos sentimentales: mis amigos están más contentos y mi ciudad entra en un estado de euforia. De todas maneras, como ya dijo el escritor Joan Ferraté, ser catalán es un hecho incontrovertible y no hace falta que, además, resulte una pesadez. Cada vez que el Barcelona destroza al Madrid, Barcelona se convierte en un insoportable pandemónium de gritos, bocinazos, tremolar de banderas, lanzamiento de petardos, patriotismo de salón y demás engorros. Y en esos momentos uno se pasa por salva sea la parte los sentimientos y sueña con ordenar una carga policial que acabe de una vez con tanto jolgorio.

A no ser, claro está, que la victoria del Barça le coja a uno en Madrid. Ahí sí que me alegro de los éxitos de mi equipo. Los rostros desesperados de los madrileños y la paz de cementerio que se respira en la urbe convierten la capital de España en un lugar hermoso y tranquilo por el que da gusto pasear. Es entonces cuando pienso con agrado en mi ciudad y en mis amigos y me alegro de los triunfos del Barça. Pero si estoy en Barcelona, francamente, prefiero que el equipo local pierda.

En ese sentido, el 6-3 de Zaragoza ha contribuido a colocar las cosas en su sitio. La culerada se estaba poniendo un poco pesada y cada día aparecía alguien en alguna parte rememorando el 0-5 del Barça al Madrid hace 20 años (hasta la televisión autonómica se sumó al alborozo general emitiendo ese encuentro en el diferido más diferido de todos los tiempos).

Desde que los chicos de Cruyff encajaron los seis goles en Zaragoza, esta ciudad da gusto. La euforia molesta y prepotente generada por la nueva paliza a los madrileños hace tan sólo unas semanas ha cedido su lugar a un delicioso derrotismo (tremendamente catalán, por otra parte) practicado por una afición que, de repente, lo ve todo muy negro y no está con ánimos para lanzarse a la calle a perturbar la pacífica vida ciudadana.

Conclusión: gracias a la derrota del Barça ante el Zaragoza, mi ciudad vuelve a parecerse más a Liechtenstein que a Nápoles y cuando sintonizo TV-3 ya no veo al populacho berreando junto a la fuente de Canaletas. Todo un alivio.

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