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Juzgar, arbitrar, legislar

FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE

He aquí tres verbos que alguna relación guardan entre sí, pero que en la Constitución están situados en contextos tan distintos que ponerlos en conexión de manera abrupta, como ha sucedido con ocasión de la reciente invocación al Rey por parte de algunos magistrados del Tribunal Supremo, implica una transgresión contra lo que constituye su raíz común: la prudencia. De toda crisis se deben extraer enseñanzas, y de ésta, también; pero eso no significa que sea acertado provocarlas, porque siempre dejan posos negativos que aumentan la dificultad de los problemas latentes antes del estallido.El ejercicio de la potestad jurisdiccional corresponde exclusivamente a los juzgados y a los tribunales, los cuales no ejercerán más funciones que ésas (artículo 117.3 y 4 de la Constitución). Lo que los magistrados componentes de la Sala Primera del Tribunal Supremo han intentado con su memorándum dirigido al Rey no es un acto jurisdiccional, no es una resolución de la sala dentro del proceso, sino una decisión personal y extrajudicial, que a la sala, en cuanto tal, no le es imputable. Pero al actuar valiéndose de su condición de magistrados han dotado a su actuación de una apariencia jurisdiccional que no poseen y de una trascendencia que sólo la acertada y oportuna intervención del presidente del Tribunal Supremo ha podido frenar.

Siendo el Tribunal Constitucional el único órgano competente para dirimir los conflictos entre órganos constitucionales del Estado, mal podría resolver conflictos en los que él mismo, el Tribunal Constitucional, fuese parte, y siendo él el intérprete supremo de la Constitución, tampoco podría estar sometido, en tales hipotéticos conflictos, a la decisión de otro órgano, puesto que él es el máximo intérprete de la única norma con arreglo a la cual habrían de ser resueltos. Por eso, la ley no prevé conflictos entre el Tribunal Constitucional y algún otro órgano constitucional del Estado. Por lo demás, tampoco la Sala Primera del Tribunal Supremo lo es, sino una parte u órgano integrante del Tribunal Supremo, que tampoco es técnicamente un órgano constitucional del Estado, sino (como dice la Constitución y repite la Ley Orgánica del Poder Judicial) "el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales". Dada la supremacía del Tribunal Constitucional en materia de garantías constitucionales, en ningún caso se puede promover contra él cuestión de jurisdicción o de competencia. Lo que significa, en lenguaje llano, que ningún órgano del poder judicial (y menos aún sus componentes a título individual) puede plantear protesta o queja alguna contra el Tribunal Constitucional por vía jurisdiccional.

Todo esto lo saben perfectamente los magistrados de la Sala Primera del Tribunal Supremo, y por eso, ante lo que ellos consideran una extralimitación del Tribunal Constitucional, no acudieron a otro órgano jurisdiccional, sino nada menos que al Rey, porque la Constitución dice que él "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones".

¿Pretendían los magistrados de la Sala Primera del Tribunal Supremo que el Rey actuase como un árbitro o amigable. componedor entre partes dándoles un laudo arbitral de obligado cumplimiento? La analogía entre una y otra función arbitral es tan forzada que hay que suponer que la respuesta a la pregunta ha de ser negativa. Pero lo cierto es que tratándose de un problema de fondo técnico-jurídico, de un deslinde entre la potestad jurisdiccional confiada a los jueces y tribunales del poder judicial y la jurisdicción constitucional, ¿qué otra cosa puede pedirse de aquel a quien se acude para que arbitre una resolución técnico-jurídica en el fondo y jurisdiccional en la forma? ¿Podría el Rey tomar una decisión de esta naturaleza, formalizarla e imponerla? Evidentemente, no de ningún modo. ¿O ácaso se trataba de que el Rey influyera ante el legislador en un determinado sentido? Pretender lo uno o lo otro ha sido un desacierto jurídico, ha podido poner al Rey en un compromiso político y es una equivocada manera de plantear la cuestión de fondo.

La función arbitral o moderadora que el artículo 56 de la Constitución atribuye al Rey es importantísima, pero no está configurada en competencias concretas y jurídicamente definidas, porque el Rey no ejerce un poder entre los otros poderes del Estado de derecho, sino que está situado en otra esfera, no está sujeto a responsabilidad y ha de actuar siempre con el refrendo del presidente del Gobierno o, en su caso, de los ministros competentes. Siendo esto tan elemental, cuesta comprender cómo se ha podido apelar a él. El Rey, en ejercicio de su función arbitral, puede hacer (y hace) muchas cosas, puede conjugar muchos verbos. Puede escuchar, consultar, informarse; puede, después, recomendar, sugerir, instar, aconsejar, moderar. No puede decidir por sí solo. No puede, desde luego que no, juzgar, y de juzgar entre jueces parece tratarse en el caso presente. En la función arbitral y moderadora del Rey caben seguramente otros verbos, pues la lista anterior no es cerrada. Todos ellos han de ser conjugados (y lo han sido en todo caso) con discreción y con prudencia. Plantear ante la opinión pública una supuesta actuación arbitral del Reyen materia técnico jurídico jurisdiccional es un despropósito que no hace ningún favor a la Corona, pues pide imposibles a su titular, y que hubiera podido ser peligro so si no fuera porque el Rey y las personas de su entourage han sabido siempre hacer gala de esa prudencia que en otros se echa a veces en falta. Pedir imposibles puede dañar, involuntariamente sin duda, el prestigio de aquel a quien se piden.

Pero dejemos ya este aspecto de la cuestión, porque. quizá tampoco sea prudente insistir más en lo evidente. Por otra parte, la muy ecuánime intervención del presidente del Tribunal Supremo y el hecho de que los magistrados de su Sala Primera hayan reconsiderado en este punto su propósito dicen mucho a favor de uno y de otros, y hacen aconsejable el olvido en este aspecto del problema. Yendo al fondo del asunto, conviene todavía separar dos géneros de consideraciones: las que atañen al caso en concreto y las de alcance más general.

No debemos tratar aquí, y ahora, sobre el acierto o desacierto de la sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo contra la que se recurrió en amparo ante el Tribunal Constitucional, ni del de la sentencia de este último que ha motivado la reacción extraprocesal de aquélla. Quizá si la Sala Primera del Tribunal Supremo hubiera resuelto el recurso de casación, en este caso de investigación de la paternidad, siguiendo, como debe hacerlo en virtud del artículo 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, la interpretación que de la legislación aplicable y de los derechos en juego había hecho ya el Tribunal Constitucional (de conformi

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dad, por cierto, con la Sala Primera del Tribunal Supremo, cuyas. resoluciones confirmó) en otras resoluciones anteriores, y en especial en la del caso de Manuel Benítez (autos 103 y 221 de 1990), se hubiera evitado el recurso de amparo y todo lo demás. Quizá no todos los argumentos utilizados por, la sala del Tribunal Constitucional en su sentencia, y en particular el concemiente a la evitación de dilaciones indebidas, sean por completo afortunados. Todo ello es discutible. Nada de eso justifica la situación provocada por los magistrados, sobre todo teniendo en cuenta que la parte "derrotada" en el recurso de amparo podría, si estimara que la resolución del Tribunal Constitucional lesiona alguno de sus derechos fundamentales, impugnar esta sentencia ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. Los magistrados de la Sala Primera del Tribunal Supremo no pretendían defender, pues, los derechos fundamentales de alguien, papel que no les corresponde fuera de un proceso ya fenecido, sino los límites de su jurisdicción, en concreto la del orden civil, por entender que el Tribunal Constitucional, al excederse en la suya, la ha invadido. Ése es el problema último y general.

Los límites de la jurisdicción constitucional no están ni pueden estar geométricamente dibujados. El Tribunal Constitucional es el intérprete supremo de la Constitución, pero no puede limitarse a interpretar sólo la Constitución, porque los planos de la constitucionalidad y de la legalidad no son paralelos, sino con frecuencia y por necesidad tangentes. Ejercer correctamente la jurisdicción constitucional implica acertar siempre en un dificil y doble equilibrio: ni lesionar la libertad del legislador, sometido a la. Constitución, pero sólo a ella, ni lesionar la potestad jurisdiccional de los jueces y tribunales integrados en el poder judicial. Las fronteras no siempre son nítidas. A veces diríase que no son líneas, sino más bien zonas, áreas, marcas en el sentido territorial medieval. Pretender que el legislador las defiría con claridad y de forma exhaustiva es una esperanza tan ingenua como imposible: en último término las definirá el Tribunal Constitucional en su jurisprudencia.

La que une y separa lo específicamente constitucional y lo específicamente civil, o penal, o contencioso, o laboral, o militar o lo procesal que no está afectado por los derechos fundamentales del artículo 24 de la Constitución no es una muralla rígida, estática y sólida, sino una membrana flexible y movediza a través de la cual hay un flujo de ósmosis en las dos direcciones. Y así debe ser, puesto que, dado "el mayor valor" de los derechos fundamentales, el resto del ordenamiento ha de ser interpretado en favor de su mayor amplitud y en función (de ahí el artículo 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, antes citado) de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

¿Quiérese decir con ello que éste goza de un poder omnímodo, infalible o ni siquiera ex pansivo? En absoluto. Pero sí que en materia de garantías constitucionales la última palabra es suya. Para que ésta se en cauce siempre por caminos claros y no se salga nunca de sus límites, y para que si alguna vez esto sucediera no se produzcan reacciones desmedidas, quisiera enumerar varios posibles reme dios. No todos se refieren al problema de la delimitación jurisdiccional, sino también al más amplio y más importante del mejor funcionamiento del amparo en vía judicial. El lector sabrá valorarlos, pero haría bien en leerlos no como un catálogo de acusaciones y defensas, sino como una propuesta de soluciones discutibles a un problema objetivamente difícil y delicado.

1. La autorrestricción o selfirestraint por parte del Tribunal Constitucional. Doy fe de que ésta ha sido. y es preocupación constante, errores al margen.

2. El abandono de cualquier tentación corporativista o de cualquier forma de sensibilidad humillada por parte de los jueces, respecto a quienes, sin serlo todos ellos, juzgan.

3. La ya urgente regulación legislativa del procedimiento previsto en el artículo 53 de la Constitución para dar cauce adecuado (la Ley 62/1978 no lo es) al amparo judicial de derechos fundamentales ante los tribunales ordinarios como primeros defensores que son de aquellos derechos y libertades.

4. Una reforma ponderada de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que no puede ni debe ignorar la experiencia, globalmente muy positiva, de sus casi quince años, reforma ante cuya conveniencia el tribunal y su presidente han demostrado no sólo receptividad, sino iniciativa, al convocar la próxima celebración de un coloquio científico con ese único objeto.

5. Las medidas o remedios tercero y cuarto deben llevarse a cabo por las Cortes Generales con el mayor consenso posible. Claro es que caben diferentes enfoques técnicos por cada grupo parlamentario. Pero sería necesario reconducirlos con estrategia de consenso y no con voluntad de enfrentamiento.

6. Las reformas sugeridas deben perseguir varios objetivos y mejoras, pero de modo muy especial han de procurar una mayor intervención de los órganos del poder judicial en defensa de los derechos y garantías procesales del artículo 24 de la, Constitución, y un descargo cuantitativo de la avalancha de recursos de amparo (4.000 en 1983) que se presentan ante el Tribunal Constitucional.

Todo ello ha de hacerse pronto, pero sin sobresaltos, poniendo en juego "la razón jurídica" entendida, como decía Hobbes al polemizar con el juez Coke, como perfeccionamiento técnico o artificial de la razón humana, común o natural. Es decir, con habilidad técnica y con sentido común. Con prudencia.

Francisco Tomás y Valiente es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y fue presidente del Tribunal Constitucional.

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