Pedagogía casera
La ciudad ha quedado para uso exclusivo de los automóviles. Los niños no pueden salir de los pisos. Por esta causa sufren la cruz de estar en permanente contacto con los adultos. Bien es verdad que esta situación soluciona la vida a muchos padres que, a falta de una causa mejor, dedican su existencia a la educación completa, científica y multifactorial de sus hijos. Empeño que, además, intenta evitar el trauma que a ellos les causaron sus propios padres, a los que acusan de negarles afecto en una época en la que los hijos eran inevitables. "Yo no voy a hacer a mi hijo lo que mis padres me hicieron a mí", afirman rotundamente estos padres del siglo XXI, cuando sería más acertado afirmar: "Voy a hacer a mi hijo lo que mis padres no me hicieron a mí".La cuestión es que las personas de mi generación se criaron en un mundo donde las familias eran numerosas y los hijos se volvían invisibles en cuanto perdían la categoría de bebés, que eran los que capitalizaban la corriente afectiva familiar en exclusiva. Así, los padres de mis tiempos no explicaban nada a los hijos, daban por supuesto que se enterarían de las cosas por sí mismos. No andaban descaminados. No era un saber científico pero tenía un valor extraordinario al ser un código exclusivo del mundo de los niños.
Pero llegó la era de los americanos, de la televisión y las películas, donde los jóvenes veían estupefactos cómo una mamá rubia, que nunca calzaba bata y siempre iba de peluquería, se tiraba media hora de charla con su retoño cuando rompía un florero en vez de darle un cachete y meterle en un cuarto. O qué decir de esas secuencias en las que la niña de la casa está triste porque no ha entendido una conversación de sus compañeras, y el padre se supone, porque ahí se cortaba la secuencia, que le contaba de qué iba la cosa sexual. Cuando los jóvenes de mi tiempo veían esa relación alucinaban.
Por fin ha llegado ese tiempo, y los niños sufren innumerables explicaciones cuando se tiran un pedo delante de las visitas, o llaman gorda a una vecina. Es la era de la pedagogía, plagada de enciclopedias y revistas. O sea, donde los papás recuperan la infancia a costa de robársela a sus retoños. Donde los niños, que tienen una moralidad muy definida, pagan sus fechorías, no con un cachete, ¡por Dios!, sino con la tortura, mucho más traumatizante, del coñazo que les dan sus papás.
Los niños en los pisos no sólo están en contacto permanente con las miserias de los mayores, sino que están mucho más a mano y se les escapa la posibilidad de que les dejen en paz.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.