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Danzones cubanos

Despierto con el horario y hasta con el paso cambiado, muerto de hambre, frente a un puerto ultramoderno y tropical, en un paisaje de cielo brillante salpicado de nubarrones y de chimeneas que corresponden, según descubro al cabo de un momento, a transatlánticos de lujo. Pido un desayuno sustancial y reconozco, cuando golpean a la puerta, un acento caribeño y hasta un tintineo metálico, unos recipientes de acero, unos carros que he visto hace años en otra parte. La memoria vacila durante unos instantes y enseguida me lleva al Hotel Habana Riviera, a unos malecones mucho menos cuidados, pero recorridos por el eco de las mismas voces, de las mismas risas, y a unas nubes y un cielo que son exactamente los mismos. Llegué a las cinco de la madrugada y contemplé, abstraído, los faroles de un paseo marítimo y, al final, sobre el techo de unas construcciones bajas, semiocultas por la vegetación, una gran guitarra giratoria e iluminada de rojo y de verde. Al día siguiente en la tardé me encontré paseando por esas terrazas, esas plazoletas, esas pérgolas, y me sorprendió un espectáculo insólito: un grupo, de personas muy mayores, de adolescentes, de niños, que bailaban al ritmo de una orquesta instalada de espaldas al mar. En muchos de los bailarines, las articulaciones y los músculos estaban gastados, rígidos, pero el ritmo era impecable. El ritmo venía de lo mas profundo de la isla de Cuba, y había sido conservado, más que conservado, cultivado, por la memoria y por la nostalgia. Además, eran ancianos y eran gente muy joven. La torpeza terminal coincidía con la de los difíciles comienzos. No sólo se trataba, pues, de una danza. Asistíamos a un rito de iniciación y de recuperación, a una respuesta. Arriba, en los bancos del paseo, indiferentes al espectáculo, había parejas que se abrazaban y viejos solos, apabullados, pensativos, que apretaban un bastón con manos nudosas.Entre los actos de la Feria del Libro de Miami figuraba un homenaje a Severo Sarduy, cubano de Camagüey muerto hace poco en Francia y que se convirtió desde los años sesenta en el símbolo del latinoamericano afrancesado, refinado, lúdico, parisino hasta la médula de los huesos. Ahí me tocó descubrir, desde la mesa redonda que resultó ser una mesa alargada, o cuadrada, que los danzantes reconcentrados, dominados por su nostalgia casi furiosa, equivalente a una vertiginosa pasión, no admiten bromas. Me imaginé al propio Severo, diplomático, desprendido del cascarón, astuto, tratándolos con pinzas. El español Julián Ríos y el joven poeta mexicano Aurelio Asiaín se habían confabulado para decir que Sarduy, el autor de Escrito sobre un cuerpo, era una persona superficial, deliberadamente superficial y confesadamente frívola. Que en eso, de alguna manera, residía la gracia y la originalidad de su escritura. Pues bien, Ríos y Asiaín fueron, y yo también fui, supongo que por extensión, por complicidad, increpados por un par de miembros del público en forma iracunda. Habíamos venido a insultar la memoria de Severo Sarduy, y teníamos la desvergüenza de hacerlo en pleno homenaje y frente a sus coterráneos, ¡frente, incluso, a una de sus primas hermanas, que nos escuchaba desde las primeras filas! Yo me he quedado pensando en la sensibilidad cubana a flor de piel, en el drama cubano, el de la isla y el del exilio, que nunca puede sernos ajeno.

Nos acompaña un escritor y editor mexicano, Jaime Labastida, castrista desde la primera hasta la última o penúltima hora, y que hace poco tuvo la imprudencia, o la ingenuidad, de publicar en la revista que dirige un poema de la disidente cubana María Elena Cruz Varela. "¡Qué extraño que ahora podamos sentamos juntos en la misma mesa!", dice. "Hace apenas un año habría sido difícil". Lo que ocurre es que comprobó tarde, pero con intensidad, y sobre todo en carne propia, que el oficialismo cubano, como el de cualquier otro de los ya desaparecidos socialismos "reales", sólo admite la incondicionalidad absoluta. Frente a la publicación del poema de Cruz Varela, único pecado político de Labastida dentro de una larga e inmaculada trayectoria, las instituciones literarias isleñas reaccionaron con igual furia que la espontánea defensora de Severo Sarduy y de su prima hermana. Con igual furia, pero, claro está, con poderes más organizados y más peligrosos. En resumen, nos sentamos en la misma mesa y bebemos un vino tinto acompañado de queso parmesano y aceite de oliva, Jaime Labastida y yo, y él, para colmo, decidido, por lo visto, a llevar las cosas bastante lejos, me califica de "persona grata". Mejor así, pienso. Y me pregunto que cuándo los zarandeados, acosados, divididos cubanos podrán a su vez reunirse, superando su interminable pesadilla. Los escritores deberíamos entender esto, por lo menos, pero la verdad es que no lo entendemos casi nunca, mientras los poderes dictatoriales juegan con nosotros y cada vez que pueden nos hacen papilla.

Sin darme cuenta, en el momento de poner los pies a las cinco de la madrugada en Miami, he regresado a Cuba. ¿O nunca había salido? Una experiencia fuerte, dura, es semejante a un destino. Uno se queda con una parte de esa vivencia pega da a la piel. En Miami Beach, en el distrito que llaman Art Déco, me reúno en el News Café con Heberto Padilla y otros amigos. El exaltado, apasionado poeta, parece ahora más tranquilo que en La Habana de comienzos de los setenta y bebe cerveza sin alcohol. "¿Tú crees", me dice, aludiendo a una respuesta mía en una entrevista, "que Enrique Labrador Ruiz no firmó la carta de los escritores cubanos contra Neruda, a fines de 1966, porque no quiso?" (Neruda siempre hizo notar que era el único, que no había firmado y que era su mejor amigo en la isla). "Labrador Ruiz no firmó porque ya no existía en la literatura cubana. ¡No existía! En un régimen así, nadie puede darse el lujo de, no firmar un documento de esa especie. ¿Entiendes?". No sé si entiendo. No sé si Padilla, en este punto preciso, consigue convencerme. Si fuera así, quedaría demostrado que el fidelismo no es más que una nueva versión del estalinismo. Padilla, en dicho caso, no supo interpretar bien la situación en que le tocaba moverse antes de ser encarcelado en marzo de 1971. Trató de actuar a la manera de su, amigo Eugenio Evtuchenko, pero Evtuchenko se pudo desarrollar como poeta y como personaje después de la muerte de Stalin y del deshielo de Nikita Jruschov, en una época ya más relajada. Me quedo lleno de perplejidades y de dudas, pero llego a la conclusión de que estos enigmas ya no me interesan tanto. Prefiero doblar la página y mirar el movimiento del Art Déco District, las modelos que llegan de la playa, los muchachos que corren en patines y tratan de aferrarse a un camión basurero, los hombres cincuentones, de brazos tatuados, que conducen una moto Harley Davidson del año cincuenta y tantos, de acuerdo con la moda invasora. "Detrás de este lugar", me explican, "compró un edificio Gianni Versace. Más allá tiene su departamento Madonna. Y la casa de Julio Iglesias queda un poco más al norte". "Que les aproveche", respondo, y me pongo de pie para seguir mi camino.

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Jorge Edwards es escritor chileno.

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