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El proceso de Luis

Me llamo Luis. Tengo 17 años. Mi madre es una mujer que aún ejerce la prostitución. Mi padre... bueno mi padre es mi tío. Quiero decir que mi madre me engendró mientras mi padre cumplía condena en la cárcel. Deduje hábilmente estos datos por mi curiosidad y porque más tarde, hará cinco años, mi madre me lo confirmó. Para entonces yo ya acudía a la consulta de mi psicoanalista y pude llorar lo necesario.Los primeros años de mi vida fueron duros. Las peleas entre mis padres eran constantes y los golpes que yo recibía se hacían patentes en mi cuerpo. La piel se me cambió de color muchas veces.

A los cinco años empecé a ir al colegio. Mis ausencias alertaron a los profesores y un día revisaron mi cuerpo, encontrando magulladuras en las piernas. Era primavera y aún llevaba un chándal de pantalón largo para disimular. Una asistente social me habló dulcemente y me preguntó si me dolía. Le dije que sí. Nadie antes me había preguntado nada. Me acompañaron a casa y tuvimos que esperar varias horas hasta que llegó mi madre, muy alterada. El trabajo no había ido bien. No hubo mucho que explicar: me llevaron a un colegio de la Comunidad de Madrid, dado mi estado de abandono. Al principio me sentí extraño y quise ir a dormir a casa, aunque sabía que podía ser despertado por cualquier cosa, sobre todo por alguna visita inesperada o muy esperada por mi madre. Pero quiero a mi madre. O tal vez sea una inmensa culpa de la que parece que mi psicoanalista se empeña en hacerme notar. En el colegio de la Comunidad recibí todas y cada una de las atenciones que un niño, digamos normal, recibe por parte de sus padres.

Mi madre tardó cuatro meses en visitarme. Después se ausentó por un año. Mi padre, desde la cárcel, envió algún mensaje al colegio. Al cabo de dos años, en el colegio, me hablaron de si quería ir a vivir con una familia que no tenía hijos y que querían adoptar uno.

Al cabo de algunos meses dije que sí, que quería irme a esa casa. No sabía cuál era ni quiénes eran esos supuestos padres que me querían. De todas formas, aquel día también me agarró la tristeza y me cambió el color de la piel.

Ahora conozco los avatares de mis padres adoptivos. Ellos querían un bebé. Era el sueño de Ana, mi madre adoptiva, que había convencido a Enrique, mi padre adoptivo, para tener un hijo. Enrique, atormentado por el porvenir, decía que no se sentía seguro para traer un hijo al mundo. Ana le trataba cariñosamente porque sabía que tenía miedo. Cuando al fin se decidieron a tener hijos, éstos, como les he oído decir a mis abuelos adoptivos, no venían. Acudieron entonces a diversas clínicas de fertilización. Sufrieron lo suyo en el proceso médico que siguieron.

Pensaron en adoptar un niño cuando ya tenían 40 años. Esperaron el embarazo hasta el tiempo límite que la ciencia propone como deseable. Cuando fueron al servicio de adopciones de la Comunidad de Madrid -me contó Ana un día- recibieron un duro golpe: les dijeron que podrían optar al acogimiento de un niño de cinco años. Ana lloró y Enrique se enfadó. Para el caso es lo mismo: ambos se sintieron solos, sin un bebé. Repuestos del primer susto, tuvieron otra entrevista, en la que por fin escucharon lo que era el acogimiento famíliar. Ya en la primera entrevista les habían informado, pero su ansiedad no les permitió enterarse de nada. El proceso de un acogimiento famiiliar es el siguiente: un niño, abandonado y/ o maltratado por la familia y tutelado por la CAM, es propuesto para salir a convivir con una familia que lo desee y que lo atenderá como si de un hijo propio se tratara, comprometiéndose a llevar al niño a las dependencias de la Comunidad de madrid una vez al mes, para que la familia camal del niño lo visite.

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Si Ana, en su momento, atendió cariñosamente a Enrique en su miedo a la paternidad, era Enrique quien ahora exigía a Ana el compromiso de atender a un chico que necesitaba una pareja parental.

Al principio fue un idilio. Yo me mostré encantador y agradecido. Era presentado familiar y socialmente y no desentonaba de nada. Me acomodé en el hueco que me dejaron. A los seis meses llamaron de la Comunidad de Madrid para informar sobre una visita que mi madre había solicitado. No supe ni aún hoy sé muy bien qué sentí. Ana tropezó con la silla de la cocina, Enrique aún no había llegado.

Visité a mi madre. Había estado en Tarragona todo el tiempo. Venía para decirme de nuevo que te nía un bonito trabajo y que pronto me llevaría con ella. Los planes debieron de cambiar, porque permaneció en Madrid más de un año y solicitó visitarme todos los meses. Fué un año duro para todos. Mi rendimiento escolar bajó mucho.

Los hechos se resolvieron un día precipitadamen te. Mi padre murió en la cárcel y mi madre decidió huir a Tarragona. El juez resolvió la adopción como medida idónea para mí. Yo quise y, por supuesto, también quisieron Ana y Enrique. Todos pensaron que ya nada entorpecería una maravillosa relación de un hijo con sus padres, pero apareció la tristeza, que me volvió a. agarrar fuertemente. En realidad nunca me había soltado. Mis padres comprendieron que era entonces cuando comenzaba el proceso de adopción. Se dieron cuenta que no termina nada con un papel firmado. Fue difícil soportar un tiempo en el que nadie reparaba en mí. Todo debía estar bien, nada me podía pasar, todo debía de estar ya solucionado. Eso es lo que quieren los demás. Que nada suceda, que todo esté calmado. Y eso, casi nunca es así.

Ahora acudo al instituto, tengo amigos y me di vierto. Mis amigos me dicen que tengo mucha suerte porque tengo unos padres estupendos, liberales. Y al verme tan bien me dicen que no entienden porqué acudo aún al psicoanalista. Es difícil explicarles que el sufrimiento y el deseo de saber de mí me llevan a la consulta. Ellos, cuando ven un día radiante, de sol y de luz, piensan que está hecho para ser disfrutado. Yo creo que también, pero a la vez pienso y lloro, porque es un día que podemos estropear.

José Antonio Reguilón Martín es psicoanalista.

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