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La aspiración de América Latina

Jorge G. Castañeda

Al cerrar el año, el panorama político en América Latina muestra rasgos contradictorios, entre los cuales, sin embargo, destacan ciertas tendencias recurrentes en varios países. Las tensiones entre un esquema económico aplicado a lo largo y ancho del continente y que no acaba de rendir los frutos prometidos y una democratización real de la vida política del hemisferio comienzan a dejar su marca en varios países. La manera de lidiar con esas tensiones se convierte en el signo distintivo de cada nación y de su respectivo sistema político.Las elecciones venezolanas del 5 de diciembre pasado constituyen a este respecto el indicador más significativo. El sistema bipartidista más longevo junto con el colombiano) y participativo de América Latina parece haber llegado a su fin. Los dos partidos clásicos -Acción Democrática y COPEI-, que desde el Pacto de Punto Fijo de 1959 se repartieron la presidencia de la república, el Congreso, los puestos municipales y estatales y que monopolizaron el poder político en Venezuela durante 35 años, sufrieron un verdadero descalabro electoral. Juntos no alcanzaron la mitad de los votos, y ello a pesar de repetidas y en apariencia fundadas denuncias de irregularidades. Si bien los incidentes fraudulentos no pueden haber alterado los resultados de la elección presidencial, es posible que hayan incidido en el orden de los candidatos perdedores y en la distribución de los escaños en el Congreso.

Varias razones explican la irrupción nacional en el escenario político venezolano de una nueva fuerza de centro-izquierda -Causa R, o Causa Radical- y el éxito de la coalición heterogénea de grupos y partidos ya existentes encabezada por Rafael Caldera, el ex presidente y viejo dirigente socialcristiano. Sin duda, la corrupción y el descrédito en el que quedaron sumidos los partidos tradicionales, y en particular el presidente saliente Carlos Andrés Pérez, cuentan por mucho en su fracaso en los comicios. Y es evidente también que el formalismo y el carácter cerrado de la democracia representativa venezolana habían llegado a su límite: el apoyo sorprendente que obtuvo entre la opinión pública por lo menos el primer intento de asonada encabezado por el teniente coronel Hugo Chávez en febrero de 1992 así lo mostraba. La creciente complejidad y desigualdad sociales del país y la prolongada crisis económica que padece Venezuela volvieron inviable un esquema restrictivo y elitista que había funcionado durante un largo periodo financiado primero por la alianza para el proyecto, luego por petróleo caro.

Pero todo indica que el motivo más profundo de la ruptura de los tradicionales equilibrios políticos venezolanos yace en el rechazo por el electorado a las políticas económicas y sociales identificadas en lo general con el llamado neoliberalismo: privatizaciones, recorte de subsidios, alza de precios y tarifas del sector público, apertura comercial, etcétera. Por primera vez en América Latina, votantes que pudieron escoger entre los defensores de un programa neoliberal ya en marcha -a diferencia de lo ocurrido en Perú, por ejemplo, en 1990, o incluso en la Argentina en 1993- y adversarios declarados de ese programa optaron claramente por los segundos. Tanto Caldera y su coalición como Andrés Vázquez, el candidato de Causa Radical, se pronunciaron sin ambages contra el esquema neoliberal seguido por Carlos Andrés Pérez desde 1989. No indicaron con mayor precisión qué harían en su lugar, ni exactamente cómo se podía llevar a cabo un ajuste económico de gran envergadura repartiendo de manera equitativa los sacrificios entre todos los sectores de la sociedad. Tampoco existe garantía alguna de que, ya instalado en el Palacio de Miraflores, Caldera no hará lo que muchos de sus colegas en el resto de América Latina: seguir el sendero de sus adversarios. Pero por primera vez un electorado latinoamericano, con pleno conocimiento de causa, con la facultad de escoger y ante opciones claras, se pronuncia en contra del llamado proyecto neoliberal.

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En realidad, lo extraño es que no haya sucedido esto antes. Ése, obviamente, ha sido el temor de varios gobernantes de la región que han hecho suyo el programa en boga: Menem en Argentina, Fujimori en Perú, Salinas de Gortari en México. En el primer caso, el Gobierno por decreto y la congelación del tipo de cambio han generado una popularidad electoral indiscutible, pero que parece tan precaria que sólo puede ser mantenida gracias a la reelección del mandatario actual, cuyas condiciones acaban de ser pactadas con el radicalismo de Raúl Alfonsín. En el caso de Perú, el autogolpe del 5 de abril de 1992 y el intento -prácticamente frustrado- de Fujimori de lograr la reelección por la vía de un referéndum celebrado bajo condiciones dudosas muestra también la necesidad de la permanencia y la enorme dificultad de lograr una sanción democrática de la misma. Y en México, la persistente negativa del PRI a poner en práctica un auténtico proceso de democratización -aun ya con el Tratado de Libre Comercio en mano- subraya el escepticismo del propio sistema político frente a la verdadera popularidad de sus políticos y el efecto real de sus resultados.

El problema estriba, justamente, en los resultados. Tres rasgos característicos del modelo neoliberal ya son claramente perceptibles. En primer término, el crecimiento económico que trae es magro y de corta duración. En país tras país se ha llegado a un tope económico, desde la recesión mexicana hasta la desaceleración argentina y chilena, ciertamente en estos dos casos a niveles aún considerables. Pero la aspiración de un crecimiento elevado y sostenido sigue siendo una quimera. En segundo lugar, el formato agudiza las disparidades sociales: de nuevo, de país en país se publican cifras que muestran una continua concentración del ingreso y de la riqueza, difícilmente paliada por un crecimiento económico raquítico y por una caída generalizada en el empleo. Por último, la disponibilidad de una oferta aparentemente ilimitada de capital por lo menos especulativo para financiar abultados déficit comerciales permite sostener tasas mínimas de crecimiento, pero no redunda en inversión productiva, empleo y una expansión más vigorosa. Mientras sigue fluyendo el dinero, la situación es manejable, pero nadie sabe a ciencia cierta si la abundancia actual de recursos es estructural y duradera o contingente y efímera.

En estas condiciones, no es de extrañarse que la elección venezolana haya arrojado los resultados que arrojó: más de la mitad del electorado manifestándose claramente contra el ajuste actual y por un ajuste diferente y una aspiración de justicia en el sacrificio que hasta ahora ha estado dolorosamente ausente en América Latina. No hay certeza alguna de que dicha aspiración se cumpla, en Venezuela o en cualquier otra parte. Pero por lo menos ya se expresó: verbalizar los deseos, como todos sabemos, representa un gran paso hacia su realización.

Nacional Autónoma de México.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad

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