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La solidaridad y las solidaridades

Nuestro siglo está marcado por la decadencia de las viejas solidaridades entre las personas y el desarrollo de nuevas solidaridades de la Administración para con las categorías sociales.La decadencia de la red de solidaridad y de ayuda mutua que constituía la gran familia -tanto en sentido vertical (de abuelos a nietos) como horizontal (vinculando a los miembros colaterales hasta los tíos abuelos y los sobrinos nietos)-, proviene evidentemente de la decadencia de esta gran familia. Del mismo modo, las solidaridades en los pueblos desaparecen con el fin del mundo campesino y la generalización del modo de vida urbano y suburbano. Las ayudas mutuas de vecindad y los vínculos de barrio urbanos se atrofian en los grandes edificios y en las grandes aglomeraciones. La pequeña familia, llamada nuclear, y como tal un núcleo de solidaridad, se quiebra cada vez más y se desintegran sus fuerzas íntimas de cohesión.

Sin embargo, a principios de siglo, los partidos y sindicatos obreros habían tejido redes de solidaridad para amparar y ayudar a las familias de los trabajadores, no solamente en caso de huelga, sino también en las dificultades de la vida cotidiana. El debilitamiento del sindicalismo ha conducido también al debilitamiento de las solidaridades obreras.

No obstante, la acción histórica del socialismo y de los partidos de izquierda en Europa había logrado finalmente implantar un Estado asistencial. La Seguridad Social, la asistencia en caso de enfermedad, el subsidio de desempleo, medidas fiscales específicas y el salario social han creado un enorme sistema administrativo de solidaridad. De este modo, hemos llegado a la situación siguiente:

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Por un lado, existe una formidable maquinaria dedicada a la solidaridad social, pero es de carácter administrativo, se aplica a categorías sociales o profesionales según criterios cuantitativos y reglas impersonales: una maquinaria que sufre procesos de burocratización que agravan el carácter despersonalizado, desindividualizado y a menudo tardío de las solidaridades administrativas.

Por otro lado, los individuos se encuentran atomizados, aislados en el seno de la sociedad urbana; experimentan dificultades y sufrimientos que no encuentran remedio en las solidaridades burocráticas. Las administraciones no poseen ningún instrumento que sepa de la soledad, la tristeza, la desesperación de los individuos. Además no proporcionan protección personal a los débiles y desprotegidos, sobre todo los ancianos o ancianas que corren riesgos nuevos de agresión en la calle o en casa; por último, la angustia crece en los barrios peligrosos no sólo a causa del peligro, sino también por la ausencia de solidaridad.

Es esta atomización individual la que impide que la solidaridad se manifieste cuando se convierte en vital. Así, cuando dos o tres energúmenos molestan a una chica en el metro, los pasajeros se sienten individuos aislados y no miembros de un grupo; se quedan paralizados, sin darse cuenta de la fuerza que representan juntos, cuando en otras condiciones históricas o sociológicas habrían reaccionado espontáneamente en bloque.

La tristeza y la soledad de los individuos aumentan a su vez por la falta de agilidad y de humanidad de la burocracia; la compartimentación y la jerarquía destruyen la responsabilidad individual de quienes trabajan en el seno de la máquina y no se relacionan sino con cifras, con expedientes anónimos donde todo lo que es sentimiento, carne y corazón queda oculto; la plétora de decretos, reglamentos e impresos que hay que rellenar abruma a los funcionarios con un trabajo pesado y al usuario con mil dificultades en cadena que le persiguen de ventanilla en ventanilla, de despacho en despacho, de edificio en edificio. Las formalidades en caso de pérdida del documento de identidad o de residencia, sobre todo para los nacidos en otra región o en el extranjero, aumentan los perjuicios de la pérdida misma. Es cierto que ahora se proporcionan números de teléfono para guiar a los desamparados en el laberinto administrativo, pero las líneas suelen estar ocupadas; las músicas tranquilas y los susurros suaves que vierten aumentan la espera que la comunicación telefónica debía reducir. Las necesidades crecen en todas partes más deprisa que los medios para darles respuesta. Las ventanillas, oficinas, hospitales y centros de acogida están sobrecargados, lo que multiplica las esperas y retrasos, que golpean con más fuerza a quienes están más necesitados de solidaridad.

De hecho, las instituciones públicas de ayuda contribuyen a la degradación del impulso solidario de los individuos. La asistencia social exime de la asistencia personal. Recuerdo que hace 30 años me sorprendió que en Bogotá o en Nueva York a un individuo caído en el suelo se le evitase, se le esquivase, se le ignorase, que pareciese totalmente invisible para los innumerables transeúntes. Hoy pasa lo mismo en París. Todo el mundo dice: "Es la policía, son los servicios de urgencias los que se tienen que ocupar de eso". Constantemente damos un rodeo al ver a un viejo que se tambalea, a un mendigo aterido...

El formidable dispositivo de la solidaridad pública es ineficaz contra el aumento y el agravamiento de las desdichas individuales.

Por otro lado, muchas carreras con vocación de asistencia permanente han limitado su disponibilidad a los horarios pagados; los médicos, por ejemplo, que antes estaban a disposición del enfermo en todo momento, ahora sólo lo están en horario de consulta y a excepción de los fines de semana. La misión humana del médico se ha transformado en una profesión con el tiempo compartimentado; fuera del horario de trabajo, los contestadores automáticos remiten a la nada o, en el mejor de los casos, a los médicos de urgencia.

Es cierto que la aparición, la

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generalización y la diversificación de los servicios telefónicos de urgencia constituyen una respuesta a los casos de emergencia, y los más rápidos y eficaces son los de los bomberos. Pero, sobrecargados durante los fines de semana, los servicios de urgencia de médicos, cardiólogos, dentistas y otros están atrapados en una aceleración frenética, corren el riesgo de retrasarse fatalmente, y no disponen del tiempo necesario para llegar a conocer en profundidad el caso concreto y singular de cada paciente.

Por último, el sistema asistencial no se hace cargo de las soledades y males morales, excepto cuando adoptan forma psiquiátrica o psicosomática, y entonces se tratan como enfermedades. Se olvida generalmente que estos males psíquicos, cuando tienen como condición la atomización de los individuos, poseen un componente sociológico y de civilización.

Para responder a estos males morales, el sector privado, frecuentemente de origen protestante, ha multiplicado los servicios de SOS de amistad o contra el suicidio. El desesperado encuentra una atención y una voz humanas, pero lo que ocurre es que ha perdido toda atención singular y personal en su proximidad.

De esta forma, un tejido de indiferencia se propaga por toda la sociedad; es inseparable tanto de la atomización de los individuos como de la convicción de éstos de que es al Estado asistencial a quien le corresponde hacerse cargo de las solidaridades. En todos los casos de urgencia vital, la máquina administrativa tarda demasiado en reaccionar, mientras que los individuos permanecen pasivos o paralizados.

Sin embargo, cuando llega un invierno riguroso que amenaza con frío y hambre a quienes carecen de refugio, a los que se pasa a denominar con la sigla SDF (sin domicilio fijo), surgen iniciativas de caridad; la televisión, que está ávida de sensacionalismo y sabe que hay que alimentar al telespectador con amor y muerte, da gran publicidad a estas iniciativas y provoca grandes arrebatos de solidaridad. Los focos se concentran sobre el padre Pierre, que lleva décadas desempeñando completamente solo la misión de auxilio de urgencia a los desheredados, mientras que la Iglesia o las iglesias (*), que ciertamente continúan con su deber de caridad, no reaccionan ante la urgencia con la suficiente energía e intensidad. Por el lado laico, son sobre todo los actores y artistas, seres afortunados que conservan el recuerdo de sus infortunios pasados, quienes toman la iniciativa y llegan incluso casi a institucionalizar los "restaurantes del corazón" creados por Coluche.

Pero lo mismo que pasa con los hambrientos de Etiopía, de Somalia o los mártires de Bosnia-Herzegovina, las campañas de televisión se cansan enseguida, en cuanto creen sentir la saturación y el desgaste del audímetro, y saltan a otra cosa, de un drama a otra tragedia, del hambre a las masacres, de las inundaciones a los terremotos. Nada permanente ni continuo se puede instituir a partir del poder de los medios de comunicación. No obstante, los arrebatos temporales de solidaridad nos indican que el impulso fraternal está todavía presente en potencia, pero que está inhibido o atrofiado.

¿Qué hacer, pues? Ciertamente, es necesaria una política de solidaridad, pero no basta con promulgar la necesidad de solidaridad. Mientras que los dos primeros términos de la divisa republicana francesa, libertad e igualdad, se pueden instituir e imponer, respectivamente, el tercero -fraternidad- sólo puede proceder de los ciudadanos. Lo que puede instituirse e imponerse es la solidaridad administrativa asistencial, pero ésta, aunque necesaria, es insuficiente: impersonal y burocrática, no responde a las necesidades inmediatas, concretas e individuales; únicamente responde a los acontecimientos en caso de catástrofe colectiva, e incluso entonces, frecuentemente, lo hace con retraso o sin coherencia.

El problema de la solidaridad concreta e individualizada es evidentemente irresoluble en el marco tradicional de una política que se practica por decreto y programa, pero se puede considerar en el marco de una política que despierta y estimula.

Hay que partir de la idea de que en toda población existe entre un 8% y un 10% de personas que experimenta fuerte y constantemente el impulso altruista. Son ellos quienes alimentan no sólo las organizaciones benéficas, sino también los partidos y sindicatos como militantes y animadores. Ahora bien, la fosilización de los partidos, el desmoronamiento de las grandes esperanzas de los que militaban, el fracaso de las tentativas de crear comunidades en las grandes aglomeraciones, todo eso hace que esa buena voluntad esté infrautilizada. Es cierto que quedan numerosos monitores abnegados que se dedican a los adolescentes descarriados, a los drogadictos, a los problemas de los suburbios. Pero no existe nada que pueda estimular, reunir, aprovechar toda esa buena voluntad.

La institución pública (Estado, región, municipio) es la que podría crear las condiciones para la sinergia y canalización de las energías solidarias. Se trataría de ofrecer en los barrios de las grandes ciudades, así como en las ciudades medianas, "casas de solidaridad" en las que se agrupen las instituciones privadas de solidaridad y en cuyo seno se instalen 11 centros de crisis" (centros de acogida y tratamiento de los peores males, entre ellos los provocados por la droga) o incluso puntos de acogida como los creados por el padre Pierre. De estas casas podrían depender albergues para todas las urgencias o necesidades perentorias. En estas casas habría, como en el caso de los bomberos, un servicio permanente de urgencia compuesto por ciudadanos benévolos dispuestos a acudir rápidamente para prestar ayuda o auxilio, desde la petición de compañía de la persona mayor que tiene miedo de que le roben el giro que va a cobrar en Correos hasta la llamada del suicida desesperado. Este servicio de urgencia, lejos de sustituir a los servicios hospitalarios o policiales, estimularía su rapidez.

De todas formas, la fraternidad se ha convertido hoy día en el vacío patente en el seno de la divisa republicana libertadigualdad-fraternidad. Hay que hacer de la solidaridad fraternal un problema central. Ciertamente, no se solucionará con las necesarias casas de solidaridad; el aumento de la solidaridad es inseparable de una laboriosa rehumanización de nuestras grandes maquinarias tecnoburocráticas, de una reacción colectiva contra la mercantilización generalizada, y, naturalmente, de un renacimiento ético y cívico.

Hay que apostar por lo que hoy está contenido o reprimido. Hay estratos potenciales, reservas profundas de solidaridad en los individuos y en la sociedad; éstas se actualizan y surgen en cuanto hay un estímulo fuerte. Se desvanecen enseguida, pero el potencial y la reserva permanecen. Es cierto que el egoísmo es contagioso, pero la solidaridad también puede serlo.

Edgar Morin es director de investigación del Centro Nacional de la Investigación Científica (CNRS), de Francia. * Observemos que son los islámicos los que han pedido la apertura de las mezquitas para acoger a los indigentes sin distinción de creencia, lo que nos recuerda que las iglesias y templos siguen cerrados.

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